¿De qué estamos hablando?
El reciente artículo de William Rees-Mogg en The Independent aborda un tema apasionante. Pero su lectura provoca, sobre todo, una pregunta que no queda aclarada. ¿Qué se pretende demostrar? ¿De qué se está hablando? A primera vista, la reflexión se refiere a la influencia de la cultura en la vida política europea, para desembocar en un diagnóstico sobre el estado actual de nuestro continente. Para ello, el método escogido por el autor consiste en establecer una lista de "los 50 europeos que más han influido sobre la conciencia de Europa en los últimos 1.000 años". Excluyendo en principio a los políticos, y priorizando a los hombres de cultura. Luego, a partir de esa lista, Rees-Mogg pretende establecer conclusiones sobre la importancia que han tenido, para la cultura de Europa, unos u otros países, y comparar el peso o significado, en ese proceso, de unos siglos u otros.El método me parece en sí completamente inadecuado, tanto para reflexionar en serio sobre 10 siglos de cultura en Europa como para analizar el estado político actual de nuestro continente. Primero, porque deja el campo libre al capricho. El autor toma la precaución de reconocer, a priori, que la selección de los 50 nombres ha sido arbitraria hasta. el punto de ser ridícula". Y, efectivamente, ha hecho uso con generosidad de ese derecho a la ridiculez que se autoatribuye. Si tomamos el caso de España, resulta que sólo santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyolla y Pablo Picasso han recibido el honor de entrar en el sagrado recinto de los 50 principales. Cervantes, Velázquez y Goya, por citar solamente otros tres, han sido excluidos. ¿Cómo explicarlo? Arbitrariedad hasta la ridiculez, y nada más.
Pero, aparte de los excesos en su aplicación, el método se muerde la cola. El autor, una vez que ha seleccionado los 50 nombres, reflexiona partiendo de esa lista, come), si ésta fuese un dato objetivo de la realidad histórica que se trata de interpretar. Comete el crimen y luego juega al detective que busca los culpables. Y, naturalmente encuentra los culpables que él quería llevar al patíbulo de la historia. Grosso modo, se trata de demostrar que el papel de Francia y de la Ilustración en la creación de Europa ha sido muy inferior a lo que hasta ahora se había creído.
Los grandes muertos
Pero antes de entrar en este problema de fondo, desearía hacer algunas observaciones más sobre el método. "Los grandes muertos", escribe Rees-Mogg, "han formado nuestra cultura; nuestra cultura determina nuestra vida política luego los grandes muertos han determinado nuestra vida política". Silogismo perfecto en la forma, discutible en su contenido. Es obvio que la cultura, dando a esta palabra un sentido amplio, desempeña un papel decisivo en los procesos políticos. Pero ello no permite eliminar, como hace Rees-Mogg, las mediaciones que existen entre grandes muertos y cultura; y, por tanto, entre grandes muertos y vida política. La cultura no es creada sólo por los grandes muertos. Existen corrientes colectivas que no tienen su representación en un nombre y que, sin embargo, desempeñan un papel en ciertos casos decisivo. El progreso de las ciencias ha sido obra no sólo de grandes muertos, sino de trabajos de comunidades relativamente numerosas. En los últimos tiempos, esa menor representación en un gran hombre de los inventos científicos adquiere dimensiones cada vez más generales. Y si pasamos a la relación cultura-política, no cabe duda de que el papel de los seres colectivos, los pueblos, las masas, ha sido en muchos casos determinante, y no exclusivamente por razones culturales que puedan relacionarse con las ideas de los grandes muertos.
Este inconveniente es tanto mayor cuando se meten en un mismo saco como hace Rees-Mogg las diversas ramas del arte y de la cultura. Para diagnosticar el estado de la vida política, ¿es lógico otorgar igual importancia a los pintores, a los músicos, a los poetas, a los juristas y a los filósofos? El papel de estos últimos, sobre todo cuando son pensadores dedicados a los fenómenos sociales, es mayor que el de los músicos o pintores. Por tanto, para llegar a la meta que el autor del artículo parece buscar, debería, o renunciar al método de los 50, o al menos no escogerlos a voleo, partiendo del prestigio de los nombres, sino en el marco de una consideración razonada de las corrientes culturales que más han influido en la creación de la Europa contemporánea.
Y llegamos así a lo que yo creo que es el meollo del artículo: si Italia dominó la cultura europea hasta el siglo XV, no es verdad que Francia heredase un papel preponderante en etapas ulteriores. El curioso método de Rees-Mogg le lleva a negar o difuminar algo que, a la luz de lo que está ocurriendo hoy en los países del Este, destaca cada vez con mayor nitidez. La creación de lo que ya empieza a perfilarse como la Europa del siglo XXI tiene como punto de arranque la Ilustración, que tuvo en Francia su más alta expresión y que, de manera no automática, mediante un proceso sin duda complejo, se tradujo en la Revolución Francesa de 1789. Es cierto que la Ilustración no es un fenómeno puramente francés. Tampoco se puede establecer un abismo entre los avances científicos y culturales anteriores y lo que fue luego la Ilustración en el siglo XVIII. Todo ello puede considerarse como una gran etapa histórica mediante la cual Europa se adelantó hacia la modernidad. Digo bien, Europa, no Francia, porque la característica de esa etapa es que en ella se integran fenómenos con sede en diversas naciones, desde el despegue de la ciencia moderna o la creación de la novela, principalmente con Cervantes, hasta los pensadores que establecen las bases de la sociedad civil. Pero aquí la presencia de Francia es eminente: en la definición de una sociedad en la que desaparece la naturaleza divina del poder político y en la que los hombres pueden, y deben, elegir ellos mismos las autoridades con capacidad para dirigir la política. En resumen, una sociedad que tenga como valores supremos la libertad de los hombres, su igualdad ante la ley, una sociedad democrática.
Países del Este
Independientemente de las circunstancias concretas que han determinado los actuales cambios en los países del Este europeo, y en primer lugar la perestroika de Gorbachov, lo que en ellos llama la atención es el resurgir de la libertad política como condición irrenunciable para que el poder político pueda ser considerado como legítimo por los ciudadanos. Nacida en 1917 con el proyecto de superar una libertad exclusivamente política con formas más avanzadas de igualdad y justicia social, la revolución rusa dio nacimiento muy pronto a un poder absoIuto que pretendía legitimarse por las leyes de la historia, por una misión revolucionaria universal, que sustituía en cierto modo la divinidad de otras épocas. Lo que ahora rebrota de diversas firmas, en los debates del Parlamento polaco y del Soviet Supremo de Moscú, en las impresionantes manifestaciones de Berlín, Praga, y hasta de Sofía, es la demanda de un poder político democrático, surgido de las urnas, que respete la libertad del hombre, en sus diversas formas, y el pluralismo de las ideas y de los partidos. Así se dibuja el punto de encuentro político central de lo que ha sido la CEE, y de lo que será, sin duda, la Europa de mañana. De esos valores, y durante una fase específica de la historia, ha sido principal portadora Francia. Esfumar esa realidad de un pasado no tan lejano, dos siglos, dificulta comprender lo que está ocurriendo ante nuestros ojos.
Las tristes observaciones del artículo de Rees-Mogg sobre el balance que presenta nuestro siglo XX, ahora que nos acercamos a su fin, son trágicamente acertadas. Ha sido efectivamente el siglo de las grandes guerras y de los grandes horrores. Pero no parece que los propósitos políticos actuales puedan limitarse a curar las heridas de un pasado tan lleno de calamidades. Parece más bien que estamos en un período de transición profunda hacia un futuro muy distinto de lo que ha sido la historia humana hasta ahora. Y con unos fenómenos científicos y culturales cuya envergadura se amplía cada día: viajes al espacio, posibilidad de manipular la vida, descubrimientos de fuentes de energía en la materia misma, sistemas de comunicación que permiten ver todo lo que ocurre en el mundo en el momento mismo... ¿Podrán los hombres pilotar estas mutaciones de las que aún es difícil prever las consecuencias, conservando y desarrollando los valores morales y políticos de la democracia? Esta pregunta es, quizá, la que más preocupa hoy a políticos y pensadores. ¿Momentos de convalecencia? Quizá más bien de amenazas de enfermedades aún misteriosas.
Babelia
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