Música y cine
La ópera es un foco de atracción irresistible para muchos cineastas. Normalmente son títulos conocidos, a los que tratan de ajustar un ritmo de imágenes condicionado por la música y su desarrollo dramático. En general, son la manifestación de una pasión, una vieja ilusión que llega a convertirse en obsesión. Bergman llevaba más de 20 años pensando en La flauta mágica. Su visión transmite naturalidad, desenfado, amor por Mozart. La arquitectura de Palladio sirvió de marco para la reconstrucción que hizo Losey en Don Giovanni. La seducción que el ambiente, la belleza en primer plano, conferían al filme ha dejado huella en muchos escenógrafos teatrales. Para Syberberg su Parsifal es una excusa para indagar en la filosofía y el pensamiento de Wagner y de la cultura alemana. Rossi en Carmen impele un ritmo cinematográfco a la acción teatral: decoradores naturales, sensación de realidad. Otros cineastas como Zefirelli en La Traviata o Comencini en La Bohème no pasan de la ilustración, del teatro filmado. Su interés es menor.
A veces la ópera sirve de punto de partida para la experimentación en la fusión de dos lenguajes diferentes. Schroeter en La muerte de María Malibran o Straub en Moisés y Aaron hacen filmes minoritarios, casi de ensayo. La desmesura es utilizada por Herzog en Fitzcarraldo para así tratar de explicar una atracción en que la aventura de lo imposible capta al espectador. Soledad Puértolas lo recuerda continuamente en su novela Queda la noche, utilizándolo a modo de hilo conductor.
No son los únicos casos. En este contexto la propuesta de Zulawski es trágica (con resonancias griegas). Su estética es pesimista y violenta.
Babelia
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