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Hambre y Universidad

¿Hambre de saber? La expresión metafórica no deja de ser hermosa; desgraciadamente, resulta bastante desmesurada en relación a nuestra realidad. No creo que, en conjunto, se pase del mero apetito, y más dirigido éste hacia las prebendas que la incorporación a la Universidad, como alumno o profesor, procara que a la búsqueda del conocimiento desinteresado. Malaventuradamente, no circulan por nuestras aulas demasiados personajes asimilables a la heroína de la bella película Yentil. Entonces, ¿trátase, quizá, del hambre física de los universitarios, de sus dificultades materiales? ¿Del "metafisico estáis..", "es que no como"? ¿De los beneficiarios y pómulos que en los colegios mayores de nuestra Universidad imperial se alimentaban de las sobras? Esta vez la posible pregunta sí se orienta en la línea de reflexión que propongo. Pero ya no estamos en aquellos viejos tiempos y lo que yo aspiro a plantear es algo muy actual: ¿qué dicen y hacen las universidades ante la realidad del hambre en el mundo, su presencia en esta sociedad científica y técnica, cuyo poderío sobre la naturaleza ha convertido en realidad viejos sueños utópicos?No me extrañaría que el enunciado de esta interrogación sea considerado por algunas mentalidades universitarias en términos de impropiedad, de falta de rigor, incluso de provocación o mal gusto. Son otras las instancias donde esta grave y respetable cuestión debe ser debatida y afrontada, aquí podemos aportar informaciones de expertos, pero no asumir -se argüirá- desgarradoramente estas inquietudes. Evidentemente, lo que está en juego es nuestra visión de la Universidad. Que ésta constituya un organismo vivo, sensible a los grandes y salvajes problemas de una humanidad en que hunde sus raíces o un protegido y aislado invernadero cuyos productos son ofrecidos a los mandarines.

Muchas veces los que vivimos la Universidad nos hemos preguntado por sus fines, por su misión y sentido. Se da así un primer orden de funciones, clásicamente señaladas, a que la institución universitaria debe responder. Son éstas el desarrollo y transmisión de la ciencia y de la cultura convencionalmente designada como superior, la formación de profesionales en los dominios en que su actividad laboral requiere un mayor grado de conocimientos científicos, el asesoramiento y colaboración con la sociedad en dichos dominios, prestando diversos servicios. La eficacia en el desempeño de estas funciones urge una primera crítica de la Universidad, que no agota su

discusión. Además de estas obvias funciones, ¿no han de ser las universidades educadoras y potenciadoras de mentalidades críticas y abiertas a lo universal, que articulen la rigurosa especialización con la capacidad reflexiva sobre los grandes problemas teóricos y prácticos de .nuestro mundo? En una sociedad en que el conocimiento se ha erigido en la fuerza decisiva, ¿no deberían asumir su importante parcela de responsabilidad en las líneas de desarrollo y aplicación de éste? Instituciones aún minoritarias, a pesar de su intensa proliferación y crecimiento demográfico, los efectos de cuya actividad irradian ampliamente sobre la totalidad social y en ella se sustentan, ¿no se encuentran entonces lógicamente obligadas a trascender las fronteras del campus y plantearse las inquietudes de la sociedad?, Cuando, cual ocurre en nuestros días, existe tan agudo contraste entre el desarrollo social, gobernado aún por arcaicos atavismos primarios, y el potencial de la ciencia y la tecnología, ¿no tendrían que convertirse las universidades en agentes de transformación social?Esta serie de interrogaciones abre un horizonte de discusión y crítica, respecto a la institución universitaria, que no niega el primer orden de funciones, pero sí lo emplaza en la perspectiva de una responsabilidad social y un debate sobre nuestra cultura. La oleada de conformismo que inunda las sociedades occidentales, recubriendo engañosamente sus grandes problemas, parece haber desdibujado su presencia. Pero, aún no hace tanto tiempo, conmovieron las comunidades universitarias y responden a una larga historia, vinculada a la esperanza moderna de una nueva sociedad no sólo más poderosa, sino más justa, basada en el conocimiento. Podríamos recordar aquí el movimiento de la Ilustración, los proyectos universitarios de Jefferson, evocados repetidamente por los contestatarios estadounidenses, la agitación desde el pasado siglo de las universidades latinoamericanas.

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El posible debate de las referencias históricas que acabo de utilizar -y en el cual no es posible entrar ahora- no debería, en todo caso, hacernos olvidar lo más importante: el sentido realísimo, apremiante, que la problemática planteada por estas preguntas posee. Ciertamente, el aludido horizonte de crítica alcanza frecuentemente un radio excesivamente reducido; se piensa, más allá del recinto universitario, en la inmediata realidad que le rodea y en las necesidades propias de ésta. Pero la comunidad planetaria que la misma ciencia y la tecnología han creado fuerza a plantear el desafío social de las actuales universidades en una perspectiva universal, incidiendo sobre las necesidades que el panorama colectivo de la humanidad revela. Surge entonces, inevitable y primordial, la pregunta por el hambre, a través de las cifras con que ésta -según la FAO, el Banco Mundial, la Unicef- escandalosamente se nos patentiza, tanto en el Tercer Mundo, de una manera masiva, como, en menores pero importantes proporciones, en el interior de los países capitalistas del Primer Mundo. Y no hay más remedio que cuestionar todo el funcionamiento de esta civilización científica y técnica, cuyo maravilloso desarrollo del conocimiento y cuyo poderío sobre las fuerzas de la naturaleza y el psiquismo humano convive con dicha situación. Dándose en este estado de cosas aspectos especialmente hirientes, cuando se piensa, así, en las inversiones económicas e investigadoras en armamentos, cuya redirección podría resolver tantos problemas sociales.

En efecto, la índole de tal convivencia entre el hambre y el desarrollo suscita ulteriores y nuevamente inquietantes interrogaciones. ¿Se trata de mera impotencia? Lo cierto es que -a pesar de la aberrante dirección de algunos aspectos de nuestro desarrollo, que acaba de ser apuntada- se producen en el mundo suficientes alimentos para abastecer a su población. ¿Es entonces cuestión de indiferencia irresponsablemente ignorante o cruelmente egoísta? Más profundamente, ¿no se revela aquí una estructuración de nuestra sociedad gobernada por intereses privilegiados, con una lógica de la producción y el mercado de alimentos, con una organización económica que fabrica el hambre de los más débiles? Autorizados estudios, como los de Murdoch o Susan George, resultarían muy coherentes con las explicaciones situadas en esta última línea. Aunque el panglossiano discurso que cotidianamente canta nuestra civilización -en el caso de Popper, más limitadamente la Alianza Atlántica- como el mejor de los mundos posibles quede bastante malparado. Y resulte que no basta con que los hambrientos aguarden pacientemente a que les lleguen los beneficios del desarrollo, sino que es necesario dejar de esperar a Godot y emprender la transformación de nuestra sociedad.

Carlos Paris es catedrático de Antropología Filosófica de la Universidad Autónoma de Madrid.

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