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Umberto Eco: "Escribo para matar los demonios"

'El Péndulo de Foucault', el segundo éxito del autor de 'El nombre de la rosa', se pone a la venta en España

Juan Cruz

Fue entonces cuando vimos a Umberto Eco. Vestido con una chaqueta vaquera, dispuesto a adelgazar al menos tres kilos junto a las brumas del lago Maggiore, en Stresa, al norte de Milán, atiborrado de tisanas como si fuera un personaje de Marcel Proust, el autor de El péndulo de Foucault vive estos días, lejos del mundanal ruido, la aventura extraña de un libro que, como el suyo, se presenta en el mundo como una obra de difícil acceso y que en seguida se convierte en un éxito de venta. Acosado por la Prensa y por la fama, recluido para hacer una breve cura de reposo. Estos días se distribuye en España, en castellano, El péndulo de Foucault, publicada por Lumen y Bompiani, traducida por Ricardo Pochtar y revisada por Helena Lozano, y ya está en venta la edición catalana, en Destino, traducida por Antoni Vicens.

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Una novela del Oeste

Umberto Eco, hijo de un empleado de Alessandria, uno de los semióticos que ha ejercido una mayor influencia dentro y fuera de Italia, acaso el primero que se tomó en serio el fenómeno de la masificación de la cultura, es hoy un escritor de masas. Descansa de esa fama en un hotel de lujo, junto al lago Maggiore, en Stresa.

Al final de la jornada, azotado por la gimnasia y por el régimen que le impone la cura, no se resiste: quiere salir a comprar tebeos. Antes, durante horas, ha reflexionado sobre su triunfo y concluye: "Escribo para matar los demonios y para dominar la inseguridad".

Pregunta."Fue entonces cuando vi el péndulo". Así empieza su novela. ¿Cómo llegó a esa síntesis, que ya anuncia un ritmo, una manera de contar?

 Respuesta. Fue largo. Después de haber escrito El nombre de la rosa me vino a la mente la idea de escribir otra novela, y me golpearon en seguida dos imágenes que eran autobiográficas: cuando vi el péndulo de Foucault en París, en 1952, y cuando yo mismo toqué la trompeta en el cementerio.

Al principio no era Casaubon, el estudiante, sino Jacopo Belbo, el editor, el que hablaba en primera persona, y el comienzo de la novela tenía un estilo muy distinto. Se lo enseñé a una amiga y me dijo que lo tirara a la basura, que no servía para nada. Y pensé: si lo principal, si la primera imagen es la del péndulo, hay que hacer aparecer en seguida el péndulo. Y ahí está. "Fue entonces cuando vi el péndulo". Se lo mostré a la misma amiga y entonces me dijo que era bellísimo. Y seguí.

 P. Y luego ya todo seguido.

 R. No. Ha sido todo muy elaborado. Mientras que El nombre de la rosa era una novela lineal, toda seguida, en El péndulo... tenía que tener en cuenta todo el tiempo lo que pasó el día siguiente para explicar lo que pasó el día anterior, y cuidar mucho que no se mostraran los aspectos del plan del que se habla en el libro para seguir adecuadamente la trama, el plot, el trayecto narrativo. Era como cabo de buena esperanza narrativo cada vez que había que escribir un capítulo: era muy lento, debía ser la escritura sometida a muchos cortes, a muchas rectificaciones, a un trabajo muy minucioso.

 P. ¿Y mientras sucede todo eso, a lo largo de los ocho años de trabajo que le ha costado El péndulo..., siendo usted ya famoso y celebrado por todos, no le han dado ganas de mandarlo todo a paseo?

 R. Siempre viene la tentación de hacerlo, decir adiós a todo y de largarse al Pacífico, a una isla desierta, o a vender libros antiguos en una ciudad vieja. Pero no se puede. La literatura es una apuesta con uno mismo, y no se puede decir seriamente "mañana no escribo más". Cuando se dice eso, ¿se trata de una elección libre o lo dices porque no tienes nada de qué escribir, porque te has quedado árido? Si no ocurre esto último, al día siguiente vuelves a escribir y te olvidas de la isla desierta. Se puede decir que no vuelves a publicar más, pero difícilmente podrás decir "no escribo más". A menos que estés seco.

 P. Un escritor de éxito. Autor de Obra abierta, Apocalipticos e integrados, profesor requerido, hombre celebrado. ¿Por qué escribe usted novelas, cuál es la razón más íntima de su escritura?

 R. Escribo para matar los demonios. Yo padezco de una gran inseguridad. Hablo en las reuniones porque me siento tímido, me siento sometido a la traición de las meteduras de pata, y siempre tengo miedo de quedar mal. Por eso hablo, lleno las conversaciones: si se producen silencios, creo que he dicho algo que no debía haber dicho, y cuando el silencio es total, tomo la iniciativa para que no se haga espeso, porque pienso que en cuanto algún otro rompa a hablar lo hará para agredirme. Así que escribo para lo mismo: para luchar contra la inseguridad y para tener la satisfacción de que alguien alguna vez me diga: "Pues me ha gustado eso que has escrito". Y luego escribo también porque en el fondo me ha sucedido algo: uno escribe porque una vez le preguntaron "¿te gustaría un helado?", y años más tarde, en una circunstancia totalmente extraña, esa imagen y esa pregunta se ponen al unísono, y entonces te viene la imagen y escribes.

 P. Parece usted un libra o un géminis.

 R. No, un capricornio inseguro pero muy determinado: en cuanto he decidido algo, lo asumo y lo llevo a las últimas consecuencias.

 P. No hay isla desierta, pero la vida privada ha sufrido con el éxito. ¿Cómo le ha afectado este triunfo literario?

 R. Ha reducido la posibilidad de tener una vida pública, porque la privada sigue intacta, claro. No puedo ir a estrenos teatrales, no puedo acudir a la apertura de una galería. Ahora donde encuentro la tranquilidad pública es en esa isla que para rní es la universidad. He llegado a un pacto con los alumnos: allí no se habla de mis novelas. Así que ahí soy el mismo de antes.

 P. Los críticos siempre reciben con reticencia un éxito de venta, y para aliviarlo dicen que usted es un best seller de calidad, pero lo dicen irónicamente.

 R. Si fuera verdad que existe una fórmula narrativa para llegar al éxito de venta de calidad, la pregunta sería ésta: ¿por qué no siguen todos esa fórmula? Yo también he formado parte de aquellos que han visto en el éxito de masas un síntoma peligroso. Pienso que ése es un problema que ha tomado sus perfiles en este siglo, porque en el pasado Dante o Manzoni fueron éxitos de masas y nadie vio en esos triunfos populares de la literatura un peligro o un hecho despreciable.

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