Nueva obra superficial de Alain Tanner y un inesperado gran filme chino de Taiwan
ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS ENVIADO ESPECIAL, La ya vieja polémica de los cinéfilos europeos sobre si el suizo Alain Tanner es o no es -como Wim Wenders, Peter Greenaway y otros cineastas famosos- un globo hinchado, un bluff puro y simple, va a tener nuevos elementos de juicio, nos tememos que negativos, con su nuevo filme La muchacha de Rose Hill, que es una brillante epidermis con cine rutinario dentro.
La sorpresa llegó ayer con Ciudad doliente, una larga y complicada película de la China no continental, que confundió a todos con sus enrevesamientos argumentales, pero que causó admiración por la perfección de su desarrollo. Su director, un veterano del cine de Taiwan, se llama Hou Hsiao-hsien, y tiene maneras de maestro.La muchacha de Rose Hill comienza bien: la historia de una joven caribeña de raza negra que llega a una zona, rural suiza para contraer matrimonio con un campesino tosco pero noble, que le dobla la edad. La boda, que ha sido concertada por una agencia muchacha se niega a compartir la cama con el campesino y huye a Ginebra donde, perdida entre las heladas calles, es rescatada por un apuesto joven, que la instala en un hotel. Y la muchacha le paga el favor con la moneda que negó a su viejo mando legal.
Hasta ahí, unos 20 minutos de película, todo va bien. Uno se anima en la butaca con la esperanza de que Tenner demuestre que los excelentes momentos que tienen La salamandra o La ciudad blanca no son casuales, sino que proceden de un talento sostenido, que espera la ocasión propicia para manifestarse. Pero lo cierto es que a partir de que la chiquilla negra se escapa de la casa de su marido y comienza una nueva aventura, Tanner va poco a poco desvelando su impotencia para sostener la historia y acude a recursos y habilidades de oficio encubridoras de su incapacidad para contar a los demás algo que ni él mismo se cree.
Los mecanismos de la insinceridad son en el cine devastadores. Es patético el espectáculo de un narrador profesional que no tiene nada que narrar, ni siquiera a sí mismo y que, para estar a la altura de su, justificada o no, celebridad acude a marrullerías resultonas destinadas a dar una vez más el pego a sus incondicionales, que los tiene y muchos. Y a fingir que siente pasión por algo que le trae sin cuidado. Pero una pasión fingida es una forma de engaflo que se destruye fatalmente a sí misma, un inútil acto de coquetería suicida.
El debate vivo, la verdadera discusión sobre cine, despertó ayer inesperadamente con una película que se consideraba de antemano como un simple relleno político de la programación. Dada la situación de China continental, la Mostra pretendía contestar a esta vergüenza uníversal invitando a participar a un cineasta de la otra China, la insular de Taiwan. Y el cálculo político trajo consigo, probablemente de manera involuntaria, una importante aportación de buen cine.
Ciudad doliente es un filme de casi tres horas de metraje que, a la hora de proyección, dejó desierto el patio de butacas de la sala Perla del casino del Lido, donde tienen lugar los pases para la Prensa acreditada. La trama de Ciudad doliente es muy difícil de seguir. Hay en la pantalla una veintena de personajes que van y vienen en medio de un revoltijo argumental que, debido a la incapacidad de los subtítulos para reflejar la rapidez de los diálogos, desorientó a la gente. Pero, pese a no entender qué se dice en un filme donde se habla mucho, hay en él algo que llama poderosamente la atención: el matemático rigor de las imágenes y las interconexiones entre los personajes, que roza el virtuosismo siendo esto extremadamente difícil de lograr en una pantalla donde se mueven muchos hilos a la vez.
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