Peggy Ashcroft y la dureza del filme soviético mueven el festival
La actriz británica hace el papel protagonista de la película 'Ella se fue', dirigida por Peter Hall
La gran actriz británica Peggy Ashcroft, protagonista del filme Ella se fue, dirigido por Peter Hall, y el primer largometraje de la joven soviética Oiga Narucknaia, titulado El marido y la hija de Tamara Alexandrovna, convirtieron la jornada de ayer en una auténtica jornada de festival de cine. Son dos películas imperfectas, pero ambas están vivas, y por razones muy distintas, casi opuestas. Un sólido e inútil filme del italiano Giulíano Montaldo, Tiempo de matar, con Nicholas Cage y Giancarlo Giannini, completó el buen día.
Peggy Ashcroft, ya casi anciana, es historia viviente del cine y el teatro británicos, pero nada hay en ella de reliquia del pasado. Su forma de interpretar es de una singular modernidad, porque es incombustible y puede dar con ella lecciones a los métodos de actuación que se consideran innovadores. Le basta a esta mujer una mirada para transmitir al espectador más cosas que todo un reparto de divos en dos horas de película. Es un prodigio de síntesis. Actúa desde la quietud, y desde ella mueve cuanto le rodea, lo galvaniza incluso.En Pasaje a la India, Peggy Ashcroft se hizo un nombre que resonó en todo el mundo. En Madame Sousatzka, en sólo 10 minutos de actuación oscureció a una Shirley MacLaine excelente. Pero en Ella se fue va más lejos. De un personaje casi mudo -una mujer libre que ha pasado 60 años en un manicomio, donde la encerraron cuando era adolescente por salirse de las normas de la moral o antimoral victoriana- extrae elocuencia a raudales. Es inolvidable contemplar a esta anciana pasando casi de puntillas por la escena, como si quisiera salirse de ella, en un alarde de dominio de la discreción, la elegancia y el instinto de lo indirecto.
Hasta el momento, sólo su oponente en esta película -la magnífica Geraldine James- puede competir con Peggy Ashcroft para llevarse a su casa premio a la mejor interpretación femenina. Peter Hall, eminente hombre de teatro, pero sólo correcto director de cine, se limita en Ella se fue a poner en la pantalla su experiencia y sus dotes de director de acto res. La película, en cuanto tal es tan sólo estimable, nada excepcional. Tiene incluso errores de bulto considerables, sobre todo en el guión, que no saca todo lo que hay dentro de las situaciones que maneja. Al contrario que Peggy Ashcroft y Geraldine James, que vacían sus personajes sin el menor esfuerzo aparente.
Tercera mujer
Una tercera mujer, procedente de otro planeta muy lejano del de sus dos colegas británicas, logró mover este inmóvil festival veneciano. Fue la soviética Olga Narucknaia, nacida en 1950 en Leningrado y formada en sus escuelas dramáticas, que tiene hoy un estilo de cine propio, capitaneado por Alexei Guerman -hay muchos ecos de la maestría de este cineasta en El marido y la hija de Tamara Alexandrovna- y con características diferentes del cine de procedencia moscovíta.No obstante, Olga Narucknaia ha hecho un filme en y sobre Moscú, y adosa al gélido paisaje urbano de esta ciudad una manera poco habitual de verla. El resultado es explosivo echa chispas. Es película durísima, de un pesimismo atroz, que sin proponérselo aclara muchas cosas sobre las inquietantes contradicciones que comienzan a asomar en la Unión Soviética tienen en vilo al mundo. Oportunísima fue, por ello, la proyección de este filme ayer mismo, cuando la llamada de Mijail Gorbachov a la defensa de su proceso de democratización de la URSS estaba todavía fresca en los oídos y retinas de los espectadores de la Mostra.
El marido y la hija de Tamara Alexandrovna es una película difícil de seguir, de estructura antinarrativa muy complicada. Se tarda tiempo en entrar en ella, si es que se entra. A través de la vida cotidiana de un obrero electricista moscovita y de su hija adolescente, Narucknaia representa un fresco lúgubre del hormiguero humano en una barriada moscovita. No hay apenas hilos conductores, no hay apenas sucesos, no hay lo que convencionalmente entendemos en cine por acción. Hay sólo acontecimientos mínimos, acumulados anárquicamente o invertebradamente, pero que poco a poco van ordenándose y configurando un suceso global de gran envergadura: el estremecedor retrato interior, la radiografía despiadada de una colectividad desesperada, encerrada en un callejón sin salida.
Insistimos: una película dura y dura de ver, en ocasiones casi insoportable, sobre todo cuando en la parte final uno, ajeno a los recovecos de ese submundo, comienza a orientarse dentro de él, a familiarizarse con su horror cotidiano y a extraer de este horror las consecuencias inapelables a que conduce. Desolador panorama de la URSS el que construye esta notabilísima desconocida, cuyo nombre hay que grabar en la memoria, pues si le dejan dar al mucho que hablar.
El consabido algo y algo grave se cuece en la Unión Soviética deja aquí de ser una conjetura para convertirse en una evidencia. El balance del horror cotidiano que Narucknaia elabora con tanta pasión y tanto dolor no puede ser más que el de una forma de vida, que estalla por dentro, que se descompone y alimenta una gusanera. Todo el filme es el anuncio de algo impreciso pero inminente: el cadáver, sostenido por la inercia y la degradación de una antigua ilusión frustrada: la herencia, el balance en su estado actual, de la destrucción por Stalin de la esperanza socialista. El viejo pesimismo ruso reaparece aquí desatado, y Narucknaia nos ofrece en bandeja las pistas de por qué esto no es casual.
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