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Una desolación hemisférica

Jorge G. Castañeda

Dentro de escasos meses concluirá el peor decenio económico y social de América Latina desde la gran crisis de los años treinta. Los niveles de vida, de consumo, de gasto educativo y de salud, de infraestructura y de nutrición, de inversión y de cultura, en el mejor de los casos se estancaron, en la mayoría de los países cayeron de forma vertiginosa. La causa central, aunque no fuera única, de esta desolación hemisférica fue, sin duda alguna, la deuda externa. Las cifras se conocen, y no vale la pena fatigarlas: el sobreendeudamiento, el excesivo servicio, la doble sangría de divisas -pago de intereses y fuga de capitales producto de una desconfianza comprensible-, la imposibilidad de crecer y pagar simultáneamente.Pero quizá la peor tragedia del decenio perdido yace en su prolongación indefinida. Por desgracia no existen razones serias para esperar que los próximos años sean mejores que los anteriores, que el futuro abrigue soluciones de fondo a un problema que se eterniza. Cierto es que las soluciones de facto se generalizan: hoy, Brasil, Argentina, Costa Rica, Perú, Panamá, Nicaragua, por lo menos, se encuentran en franca mora en el pago de sus obligaciones. En algunos casos la suspensión de pagos es temporal o accidental, en otros es deliberada. Determinados países están retrasados en el cumplimiento de sus compromisos con la banca comercial; otros, incluso con el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo: Pero ni esta vía de los hechos, ni los acuerdos celebrados recientemente por México y que fijarán la pauta para las demás naciones, ofrecen perspectivas halagüeñas para el continente.

Peor aún: la nueva ronda de negociaciones-en frentamientos-acuerdos corre el riesgo de repetir el esquema ya vivido durante los ochenta. Los Gobiernos deudores se debaten entre dos opciones hasta ahora malas por irrealizables: la primera es la negociación solitaria, y por definición aislada, basada en la creencia -errónea por supuesto, pero insistente- de qué país es a tal punto específico que obtendrá un trato preferencial.

México ha sido el adalid de esta tendencia desde 1982, pensando siempre que su vecindad con Estados Unidos le ofrece mejores posibilidades de lograr ventajas que otras naciones. En abstracto es cierto, en los hechos ha resultado cierto a medias. México ha logrado siempre el primer arreglo, pero si se revisan las tasas implícitas de interés pagadas por la nación azteca y los plazos obtenidos, se verá que no reflejan una situación privilegiada con relación a los demás países. Países que tampoco han buscado la acción en conjunto, y que también han preferido la política del endeudado lobo estepario.

La segunda opción ha existido sólo en la fértil imaginación de intelectuales, opositores o ingenuos visionarios: la acción unilateral, unida de los deudores para forzar a una negociación política, en bloque y radical. Los principales deudores -Brasil, México y Argentina siempre se han negado, y sin ellos nada es posible. Las razones han variado: oportunismo. debilidad política, caos interno y parálisis electoral. Pero el resultado ha sido el mismo: los tres grandes pagan (sobre todo México), o suspenden pagos sólos (Brasil, dos veces), en mal momento y de mala manera (Argentina, ahora, sin decirlo).

El nuevo arreglo firmado por México con el Comité Asesor Bancario es un buen ejemplo de la política del atolladero. El Gobierno de Salinas de Gortari había dicho, con elocuencia y hasta la saciedad, que más deuda no resolvería nunca el problema de fondo; a saber: el sobreendeudamiento. Debido a sus políticas económicas ortodoxas, gozaba de las simpatías de los organismos multilaterales, de los Gobiernos de las naciones industrializadas y de los propios bancos. Podía invocar -y de hecho lo hizo- razones de seguridad nacional de Estados Unidos para obtener una verdadera reducción de la deuda mexicana e invertir realmente la transferencia neta de recursos hacia el exterior. Ciertamente carecía de base interna y de legitimidad política debido al fraude electoral mexicano del año pasado, pero aun esta debilidad se había parcialmente subsanado durante los primeros meses de gestión del nuevo mandatario mexicano.

Y, sin embargo, el nuevo acuerdo ha sido catalogado de miserable por el ex ministro de Finanzas de Brasil Luis Carlos Bresser, de "magro y ominoso" por The New York Times y de nulo efecto reductor de deuda por The Wall Street Journal, todos ellos aliados o simpatizantes del Gobierno mexicano. La razón de este escepticismo es evidente: el acuerdo ni proporciona ahorros suficientes, ni reduce la deuda, ni invierte la transferencia de recursos hacia afuera. Afecta solamente a 47.000 millones de dólares de los 100.000 que debe México: implica una reducción neta de la deuda de México, en el mejor de los casos, de escasos 9.000 millones de dólares, y en la hipótesis más probable, le ahorra al país apenas 1.000 millones de dólares anuales, según los cálculos de Rogello Ramírez de la O, uno de los economistas independientes mexicanos más conocidos en el exterior y más consultados por las empresas multinacionales con sede en México.

De ser cierto que: este acuerdo constituye la aplicación idónea más favorable del llamado Plan Brady, el destino de los demás países deudores se antoja desesperante. En efecto, parece difícil que otras naciones latinoamericanas, cuya importancia estratégica para Estados Unidos es menor o nula, obtengan los fondos de instituciones oficiales o multilaterales necesarios para . garantizar la eventual reducción de la deuda. Es aún menos probable que reciban de la banca comercial fondos frescos de financiamiento- se duda que incluso México, pueda lograrlos. El callejón sin salida se prolonga, pero no se: abre.

La llegada al poder, casi simultánea, en México, Venezuela y Argentina de nuevos Gobiernos y la perspectiva de elecciones directas para la presidencia en Brasil a fin de año ofrecen una pequeña esperanza. Es evidente que el acuerdo mexicano no resuelve nada; es obvio que Venezuela. y Argentina recibirán un trato semejante, quizá mejor, tal vez peor, pero también será provisional. Al comenzar el último decenio del siglo cabe, en la fatalidad, que los grandes deudores latinoamericanos, acicalados por pueblos en rebeldía que ya no aguantan, avancen hacia soluciones de fondo. Por ahora no es; el caso: lo será mañana sólo si los más afectados, los que sufren en verdad, se niegan a iniciar otra década perdida.

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