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Tribuna:HOMENAJE A ALBERTO
Tribuna
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Los latidos de un escultor

Con el evocador título de Alberto Sánchez: retorno al Escorial, para una mesa redonda y una exposición organizada por los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid, se ha rendido homenaje en el recinto del Eurofórum Felipe II de San Lorenzo al pintor y escultor toledano Alberto Sánchez. Contemplar la obra. de Alberto en El Escorial es algo así como poner dos veces el oído para escuchar su latir en el centro mismo del corazón plástico de España.

No debemos olvidar la circunstancia, no por anecdótica menos emotiva, de la vinculación de Alberto con El Escorial, en cuyo instituto de enseñanza media ejerció de profesor de dibujo en los años previos a la guerra civil.

De otro lado, el genial modelo de sobriedad arquitectónica del monasterio pertenece al mismo impulso de entronque con la naturaleza que Alberto soñó siempre para sus esculturas. Si el monasterio del Escorial sólo es concebible en función de su entorno y forma un todo homogéneo con las bases serranas que lo sustentan, también la escultura de Alberto Sánchez, que revolucionó sin pretenderlo la escultura moderna, es concebible sólo por el paisaje castellano que sus ojos de niño contemplaron.

Visitante arduo de los museos madrileños, Alberto toma contacto en el arqueológico con la escultura ibérica, que será junto con los troncos de los olivos y las piedras del paisaje toledano una de las fuentes que nutran su arte.

Un arte vivo

Alberto Sánchez, junto a Benjamín Palencia, Macho, Echevarría, Bores, Cossío, Frau y un grupo reducido de artistas que admiran a Picasso desde lejos, luchará por introducir en España un arte vivo, contrario y opuesto al pompierismo reinante.

No podemos aludir a este momento sin recordar la Exposición de Artistas Ibéricos celebrada en 1925, donde, en su sencillez, Alberto, uno de los que hace una de las aportaciones más decisivas, se siente agradecido de ser admitido.

Su obra llama la atención de algunos de los críticos más influyentes, como Juan de la Encina, y de algunos escritores. También de otros artistas, como Solana y Vázquez Díaz, que ven en él a quien, con Ángel Ferrant, iba a convertirse en el pionero de la nueva escultura española y, según el mismísimo Picasso, mundial.

Porque, en efecto, Picasso siempre vio en Alberto a uno de los grandes creadores de formas, de nuevas formas, del arte contemporáneo. Y podemos asegurar que no fue actitud dictada por el amiguismo.

Cuando Alberto Sánchez, con su característica sencillez, con naturalidad, casi podríamos decir que con inocencia, empieza a crear sus aéreas esculturas creyendo que no hace otra cosa que interpretar la naturaleza que ve con sus ojos aquí nadie, ni siquiera el propio Alberto, sabe nada de lo que en ese momento están haciendo en Europa Zadkine, Brancusi o Archipenko. Y sin embargo nuestro genialmente intuitivo escultor se mueve en la misma onda. Con personalidad propia e intransferible, pero en la misma onda.

Luego, cuando otros -casi todos los que hemos nombrado antes y algunos más- se marchan a París siguiendo las huellas de los que ya están allí, que son Picasso, Juan Gris, María Blanchard, Miró, Dalí, etcétera, Alberto, junto con Benjamín Palencia, decide quedarse aquí para, según dijeron, poner en pie el nuevo arte nacional, en competencia con el de París.

Y es entonces cuando empiezan los largos paseos de Benjamín y Alberto, partiendo de la puerta de Atocha, hacia los cerros de Vallecas, buscando, decían, no el color, sino las calidades de la materia, intentando aprender la sobriedad y la sencillez que les transmitía la tierra de Castilla, escribiendo sobre un mojón blanqueado que se levanta sobre el perfil de una loma sus principios plásticos y los nombres de los artistas que admiraban: Picasso y Einstein entre los contemporáneos; Zurbarán, Velázquez y Goya entre los del pasado... Y así nace la que se ha llamado primera Escuela de Vallecas, menos nutrida de componentes que la segunda, pues quedó reducida a sus dos fundadores.

Luego, tras su etapa de enseñanza en El Escorial, vendrá el impacto de la guerra civil, la destrucción de gran parte de sus obras y de su estudio en la madrileña calle de Joaquín María López, su traslado a Valencia y su realización para el pabellón español de la Exposición Internacional de 1937 de su significativa escultura que tituló El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella.

Cuando unos meses después, ya en 1938, Alberto es enviado a Moscú como profesor de los niños españoles trasladados a la Unión Soviética, todos creyeron lo mismo que sus anfitriones rusos, y que expresaron con estas palabras los periódicos moscovitas: "durante el corto plazo que va a permanecer en Moscú, el profesor español Alberto Sánchez se dedicará preferentemente a conocer el teatro ruso y a realizar algunos decorados". Era, como he dicho el año 1938. El corto plazo duraría hasta 1962, fecha del falleci miento del ilustre visitante de la capital soviética. En medio, ese sin duda excesivamente largo paréntesis de 20 años sin escul pir, dando clases y haciendo de corados, hasta que el cambio de mentalidad que produjo en la Unión Soviética la etapa po sestalinista propició un ambiente apto para la creación de su escultura.

Siempre soñando con volver a España, síempre anhelando volver a ver los retorcidos troncos, las rudas piedras, los machadianos horizontes de su Castilla natal, de la que, junto con la escultura ibérica, como dijimos, nació su arte. Así lo han señalado algunos de quienes mejor han escrito sobre él, como Azcoaga y el arquitecto Luis Lacasa, cuñado de Alberto, quien en la monografia que le dedicó insiste una y otra vez, como defendiendo la idea: "Alberto nunca fue un artista abstracto, sino archiconcreto", añadiendo que "el arte de Alberto está profundamente enraizado en España tanto en sus más remotas tradiciones como en los clásicos españoles -Zurbarán, Goya-, como en el medio risico y geológico de Castilla, como en los hombres y mujeres castellanos. El arte de Alberto", concluía Lacasa, "es fundamentalmente nacional y popular".

Dibujar del natural

Alberto empezó casi como Giotto, que dibujaba del natural -gran revolución en su momento- las ovejas de su rebaño. Empezó igual, digo, haciendo con los troncos de los árboles, con el canto de los pájaros, con el rumor del agua y los olores del campo lo que el Giotto hacía con las ovejas, como él mismo contó en un precioso texto titulado Palabras de un escultor, que se publicó en la revista Arte en 1933: "Quisiera dar a mis formas lo que se ve a las cinco de la mañana en los campos cubiertos de retama con sus frutos amarillos... Con olores que llegan de lejos a romero y cantuesos, olivares y viñedos, y por el tomillo que voy písando, entre las varas durísimas y flexibles de cornicabra... Música de ramas y ruidos de pájaros entre las altísimas piedras... Formas hechas por el víento y por el agua en las piedras.... Esculturas plásticas, con calidades de pájaros que anuncian el amanecer con sonidos húmedos de rocío".

Es muy curiosa, muy interesante, la forma en que Alberto insiste una y otra vez en este singular escrito en la traducción a esculturas -objetos táctiles- de olores, colores y sonidos; ahora bien, esos olores, colores y sonidos no pueden ser de cualquier parte; quizá por eso el larguísimo parón durante su etapa moscovita.

Alberto habla de lo que pretende y dice concretamente: "Una plástica vista y gozada en los cerros solítarios, con olores, colores y sonidos castellanos". Son los olores, colores y sonidos que todos conocemos, los de la Castilla esencial, la Castílla permanente, que es la mísma hoy que en los tiempos de Alberto, y que todavía emanan de sus obras.

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