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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Hace 50 años

EL 1 de septiembre de 1939, las tropas nazis invadieron Polonia. Cuando habían entrado en Viena y en Praga, la reacción de las democracias occidentales había sido prácticamente nula. Pero esta vez, ante la voluntad inequívoca de Hitler de imponer su dominación en Europa, sólo cabía capitular o combatir. El Reino Unido y Francia declararon la guerra a Alemania. Así empezó la Segunda Guerra Mundial, que -después del viraje de 1941 con la agresión hitleriana a la URS S y el ataque japonés a EE UU- terminó en 1945 con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. La aparición de un arma con un potencial destructivo sin punto de comparación con lo que la humanidad había conocido hasta entonces ha sido un factor decisivo para que en los 50 años transcurridos no se haya repetido una nueva guerra de proporciones planetarias.Conviene recordar que la Segunda Guerra Mundial estalló a los 20 años de concluir la primera. Hoy, en este 50º aniversario, no hay en el horizonte amenazas de una catástrofe semejante. La Europa de 1989 tiene poco que ver con la de 1939. La lucha de los pueblos para acabar con los horrores del hitlerismo ha ayudado a crear las semillas de una conciencia europea. Semillas que han dado fruto. Aunque no se han extinguido los nostáigicos del pasado -y es grave que los haya en círculos dirigentes alemanes-, ha dejado de ser verosímil una guerra entre europeos por una frontera o una ideología. Es un avance histórico que se ha ido forjando en un proceso complejo.

Comparada con anteriores conflictos bélicos, la Segunda Guerra Mundial se distinguió por la ideologización de sus fines. Las principales potencias que derrotaron a Hitler -EE UU, la URSS, el Reino Unido, Francia- dieron a su victoria un valor universal. No se habían impuesto unos intereses nacionales contra otros, sino que el bien había triunfado sobre el mal. El Tribunal de Nuremberg juzgó y condenó, en nombre de toda la humanidad, a los jefes hitlerianos. Debía, pues, nacer un nuevo sistema mundial basado en el respeto de la libertad y la democracia, y todos los conflictos se resolverían por métodos pacíficos. Ese futuro feliz debía justificar en cierto modo el sacrificio de los millones de vidas humanas y los terribles sufrimientos de la guerra.

Pero la dura realidad disipó las ilusiones. La brutalidad con la que Stalin implantó su dominación en Europa oriental y la adopción por EE UU de una política exterior con ambiciones planetarias provocaron muy pronto la división de la escena mundial en dos bloques militares e ideológicos. Hemos vivido casi medio siglo de guerra fría, al borde muchas veces de las hostilidades calientes. Si las grandes potencias nunca han entrado en guerra directamente, si Europa ha vivido 50 años prácticamente sin guerra, en cambio la carrera de armamentos se ha disparado en unas proporciones sin precedente en la historia. Se han descubierto y puesto a punto formas de matar y de destruir que pueden poner fin a la vida humana sobre el planeta. El peso económico de los armamentos impide resolver otros problemas que aquejan sobre todo a los países más pobres. Por otra parte, el enfrentamiento entre la URSS y EE UU ha estimulado y alimentado numerosas guerras en diversos continentes, con pérdidas humanas comparables a las de la Segunda Guerra Mundial.

En los últimos tiempos, esa superideologización que ha caracterizado la vida internacional desde la Segunda Guerra Mundial ha entrado en crisis como efecto, sobre todo, del fracaso de los sistemas del Este, que la perestroika pone de relieve. Parece llegar la hora del pragmatismo. Ideales de un mundo feliz, que suscitaron el entusiasmo y el sacrificio de anteriores generaciones hoy se difuminan. Entre EE UU y la URSS se establecen nuevas formas de cooperación -no siempre públicas- para buscar soluciones pragmáticas a los conflictos bélicos que persisten en diversas regiones. Hoy tienen absoluta prioridad los problemas económicos. Ello es obvio en las relaciones con el Tercer Mundo. Pero incluso en la Europa actual, si se quiere avanzar hacia una unidad efectiva, es necesario encontrar fórmulas que ayuden a los países del Este a salir del atasco y a dinamizar sus economías. Son problemas gravísimos. Pero no susceptibles de engendrar una guerra mundial, como ocurría con los que tenía ante sí la Europa de 1939.

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