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LIDIA FALCÓN Instalados en el cinismo

Recibo esta tarde una carta del grupo feminista Manuela Ramos de Lima (Perú). En ella, con acentos desgarrados, me explican que una de sus compañeras, Cecilia Olea, ha sido amenazada de muerte por un comando paramilitar de derecha. Me ruegan, con la ingenuidad de todos los débiles, que comprometa mi solidaridad, y la de otras instituciones de mi país, en una campaña internacional para intentar salvarle la vida a Cecilia, e incluso, que a tanto se atreven, por alcanzar la paz en su país.Mientras las palabras de la carta se repiten ante mis ojos, intento dominar la angustia que me asalta al percibir la ignorancia de mis amigas. "Les rogamos comprometer la solidaridad de otras instituciones de su país", escriben, e imagino la tenacidad con que repiten esta misma frase cientos, miles de veces, en envíos masivos de cartas que llevan su mensaje a organizaciones, intelectuales, universidades, sindicatos, partidos. Me duele el corazón al pensar en la confianza que depositarán en cada envío; cómo miles de veces la esperanza aleteará en ellas, una por cada carta, por cada petición de súplica, por cada frase de solicitud de auxilio, por cada encabezamiento: "Queridas mujeres", por cada despedida: "Ayúdennos a vencer el miedo y a afirmarnos en la solidaridad", ignorando que hoy en España el llamamiento a la solidaridad es una antigualla que sólo mueve a risa a la gente inteligente, esa que abandonó sus veleidades izquierdistas a la vez que recuperó la cordura, momento del que ya se cumplen tantos aniversarios que casi nadie recuerda la etapa anterior.

No podría explicarles a mis compañeras peruanas que ni el feminismo, ni las mujeres, ni la tortura, ni la muerte mueven a solidaridad a nuestra instituciones. Que más dificil es promover la compasión o provocar el impulso de participación y de ayuda si se trata de sucesos acaecidos en un país de los estimados por nuestros ideólogos como demócratas, y en el que el Gobierno, como es el caso de Perú, se proclama socialdemócrata. Y que, en fin, por si alguna duda cupiera, no ya los políticos que detentan el poder, sino los intelectuales comprometidos únicamente con el pensamiento teorizan todos los días sobre la necesidad de acabar -por si no estuviera ya muerto y enterrado- con cualquier proyecto colectivo, mientras dedican todo su tiempo a elogiar el individualismo medieval.

De la misma forma que los internacionalistas -aquellos personajes que dieron vida a caballeros andantes empeñados en la solidaridad, a lo largo y lo ancho del planeta- han sido objeto de toda clase de desprecios y desconfianzas, cualquier llamado a la solidaridad internacional mueve más a indignación que a compasión. Muchas veces me pregunto si tanto desprecio hacia quienes siguen considerando como propio el destino común de la humanidad no encubre, en realidad, en los que lo manifiestan, un sentimiento de culpa no concienciado ante el reproche viviente que significa la persistencia de los resistentes, que se empeñan en sostener, entre los viejos ideales revolucionarios, el de la solidaridad con los explotados y oprimidos del mundo.

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Pero lo cierto es que la defensa de la libertad individual sin correctivos, sin sometimiento a exigencias éticas colectivas, sin aplicación siquiera de las agravantes y atenuantes aceptadas por la acuñada moral burguesa, realizada por los ideólogos que pretenden seguir estando adscritos a las corrientes progresistas, está instalada en el cinismo. La mayoría de éstos no ha sabido nunca, o lo ha olvidado oportunamente, qué sensación se siente en el estómago cuando no se ha recibido el alimento indispensable -intelectuales hay que teorizan sobre el cuerpo y su estado en el mundo de hoy sin mencionar el hambre-, jamás han sido víctimas de la tortura institucionalizada, ni conocen de las prisiones más que lo que les han contado, ni nunca se han encontrado en el supuesto de tener que abortar, a veces en el suelo de un calabozo, ni han sido violados, ni han soportado los palos maritales, ni son tratados como un objeto sexual, comprado y vendido para burdeles e industrias de pornograflia.

La libertad defendida desde la pertenencia al sexo varón y en los supuestos de alcanzar diariamente buena mesa, buena vivienda, libertad de cátedra y de expresión, de obtener el prestigio que las democracias burguesas otorgan a sus intelectuales medianamente comprometidos, que no molestan demasiado al poder, difícilmente puede entenderse si no es desde el cinismo.

El cinismo es el último estadio a que el ser humano llega cuando los desengaños, las decepciones, los malos tratos de la vida le han enseñado, dolorosamente, que las pasiones y los ideales juveniles se han convertido en lejanas utopías. Cuando el ardor de la edad madura se ha trocado en las molestias físicas de la senectud, y los objetivos perseguidos en largos años de privaciones y de luchas, muchas veces heroicas, se han demostrado inalcanzables, es posible aceptar que las renuncias formen parte de la sabiduría.

Únicamente el legítimo derecho a la supervivencia permite a los antiguos resistentes, hoy reducidos a la modestia cuando no a la pobreza, al fracaso profesional y/o a la decrepitud física, observar con displicencia el desarrollo de la historia. En su caso, es el necesario ahorro de energías el que impone su dinámica.

Las corrientes filosóficas de los que Touraine denomina "los teóricos del desarrollismo", que reclaman sólo más bienestar, más ciencia, más desarrollo, están defendidas por los que se benefician de tanta técnica y de tanto desarrollo. Para los negros surafricanos, los palestinos de la intifada, los hambrientos asiáticos, las madres colombianas, los mendigos brasileños y mi desconocida amiga Cecilia Olea, el desarrollismo ha consistido únicamente en aumentar la deuda de sus países con los bancos más importantes del mundo. Para que éstos cobraran los intereses, los sagrados intereses de sus préstamos, muchos bolivianos se han alimentado estos años de comida para perros.

Para mi amiga peruana, y ojalá que cuando escribo esto todavía siga viva, que en este año corren malos tiempos para las mujeres, la libertad de mercado que defiende con tanto entusiasmo el otrora progresista Vargas Llosa, que pronto puede ser presidente de su país, no significará ni un ápice de seguridad más para su esperanza de vida, como no lo significa para las víctimas guatemaltecas, ni salvadoreñas, ni colombianas, de los comandos de la muerte vivir en países donde una pantomima de elecciones parlamentarias los ha incluido, sin vacilar, entre las naciones que viven en democracia, y cuyas reglas les parecen exquisitas a los defensores de los egoísmos individuales. Sobre todo cuando éstas siguen operando en favor suyo, que nunca como hoy en todo el siglo ha estado más pujante el poder de la burguesía, ni ha sido tan intocable el sistema capitalista, ni se han hallado tantos intelectuales dispuestos a cantar sus alabanzas. puestos a cantar sus alabanzas.

Los que, en la plenitud de su éxito, y desde los foros que la cátedra, el sillón ministerial, el escaño parlamentario o la dirección del consejo de administración permiten, lanzan al mundo sus mensajes sobre la bondad del sistema capitalista, y de las libertades democráticas que la burguesía consiente, así como el rechazo que desde su delicado olfato de exquisitos sienten por los movimientos obrero y negro y, cómo no, feminista, están instalados en el cinismo. A estos personajes se les deben aplicar todas las agravantes.

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