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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Polvorín ambulante

UN AUTOMÓVIL cargado de petardos, cohetes, fuegos artificiales y objetos similares, todos ellos fabricados con pólvora, puede que no sea un coche bomba, pero es desde luego una bomba. Una bomba ambulante. Que esa bomba pueda circular por calles y carreteras y ser aparcada a las puertas de un concurrido supermercado es algo que no tiene explicación. Con las ocho de ahora son 45 las personas que han perdido la vida en España en los últimos 12 años a consecuencia de accidentes directamente provocados por material pirotécnico. El número de heridos, en ocasiones con lesiones irrecuperables, es muchísimo mayor: tan sólo en el accidente registrado hace cinco años en las fiestas de Bilbao, más de 200, y 90 en el ocurrido en San Sebastián 12 meses después.La cultura de la pólvora -es decir, del fuego con estruendo- forma parte del paisaje español desde que los árabes la importaron de China. No es algo de lo que podamos sentirnos orgullosos, por más que quienes valoran la tradición por encima de cualquier otra consideración disfruten con esa atávica combinación de ruido y fuego más que un tonto con una tiza. Fue Schopenhauer quien dejó escrito que la inteligencia es una facultad humana inversamente proporcional a la capacidad para soportar el ruido. No obstante lo cual, está por aparecer un alcalde con el coraje suficiente como para resistirse a ser el encargado de encender con su puro el primer cohete o lanzar el primer petardo cuando llegan las fiestas patronales. Es un problema cultural. Pero 45 muertos es demasiado luto en honor de la tradición. Por ello, es también un problema de salud pública. Nadie devolverá la vida a las ocho personas, tres de ellas niños de corta edad, que la perdieron ante anoche en Alicante. Ni a las cinco que hallaron la muerte hace dos años en Campello, muy cerca del lugar donde ahora se ha producido la tragedia, al estallar una caja de pólvora destinada a animar cierta fiesta local en la que participaban cerca de 2.000 personas. Pero estos repetidos accidentes deberían servir para una toma de conciencia por parte de quienes, literalmente, están jugando con fuego. Las autoridades en primer lugar. De nada sirve la detallada legislación producida en los últimos años sobre fabricación y utilización de material pirotécnico si después en el ámbito local se actúa con tolerancia paternalista, permitiéndose que florezcan artesanales talleres semiciandestinos o que -como parece ser el caso ahora- el cierre de unas determinadas instalaciones por motivos de seguridad no impida a sus propietarios circular libremente y sin las mínimas garantías con los productos en ellas fabricados.

O si las personas encargadas de manipular tan peligrosos productos carecen de los conocimientos técnicos necesarios.

Pero también la población. Los padres que, llegadas las fiestas del pueblo o las Navidades, compran a sus hijos petardos, cohetes, bengalas, están legitimando con su autoridad la adquisición clandestina de esos u otros más peligrosos objetos explosivos por los propios chiquillos, que muy probablemente no dejarán de experimentar con ellos si se les presenta la ocasión. Todos los años hay decenas de accidentes ocasionados por esos experimentos infantiles. En diciembre pasado, un pequeño petardo lanzado por un niño provocó el incendio de una carpintería en Madrid. Y hace dos años, tres escolares de Zamora sufrieron graves heridas cuando manipulaban un artefacto que habían fabricado ellos mismos con pólvora. Por lo demás, la normativa municipal que prohíbe o regula la venta de tales productos no impide que, llegadas las Navidades, cualquiera, grande o chico, pueda adquirirlos en casi cualquier establecimiento de chucherías o de artículos de broma, convertidos en esos períodos en auténticos polvorines.

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