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Un sueño suramericano

El general se humaniza sin bajar del pedestal. Es una pérfida hazaña la de García Márquez: en menos de 300 páginas, el bronce de Bolívar tiembla, pero al final queda más gallardo y sólido que nunca. El Libertador vuelve a vivir sus últimos días viejo y desengañado, acurrucado en su bañera con un inmenso sueño roto: el de una América unida, fuerte, hermana de ella misma en los confines de Occidente.Mientras leía El general en su laberinto tuve la sensación de que el más grande escritor necesitaba del más ilustre americano para mejor medirse a sí mismo. Para escribir esta historia, necesariamente el genio de García Márquez debe contenerse en el límite de lo probable, debe obedecer a la geografía, al inmenso fracaso del hombre que peleó 20 años por la unidad y murió cuando ya era una leyenda en Caracas, en Bogotá, en Lima y en La Paz.

Lo que se cuenta allí es la desventura del proyecto americano. Una biografía hasta ahora indecible de un Bolívar humano: mujeriego, tramposo en las barajas, caprichoso e implacable con sus enemigos, político pasional y a veces patético, asistido por una de las más colosales mujeres de su época: Manuelita Sáenz.

García Márquez ya es, como Borges, una perenne estatua americana, y no veo qué interés podía tener en bajar a otro ídolo de su sereno pedestal. Los que le critican la desfachatez no advierten su inmenso respeto, su admiración tenaz por el Libertador de la Nueva Granada. Tanta es su reverencia hacia el héroe, se me ocurre, que le concede el privilegio de gobernar su novela.

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Hay un poco de rencor sanmartiniano en lo que escribo. En 1824, los dos libertadores de la América hispana, Bolívar y San Martín, se encontraron a solas en Guayaquil después de guerrear más de 10 años contra los godos. Uno venía de fundar Colombia, de libertar medio continente, de Caracas a Guayaquil; el otro había expulsado a los españoles de Argentina, Chile y Perú. Luego de esa entrevista emblemática, que Jorge Luis Borges intentó descifrar en un memorable relato, San Martín renunció al futuro y se marchó para siempre a Europa.

Nunca se supo qué se dijeron allí, qué terribles enigmas se cruzaron en esas dos noches con fondo de vals vienés en un palacio de la bella Guayaquil.

Hay mil hipótesis, pero ninguna interesa ahora que la historia está hecha. Es posible que la tesis más simple sea la correcta: el continente era demasiado chico para dos hombres tan orgullosos.

El más débil tuvo que renunciar; las tropas de San Martín, estacionadas en Lima, eran pocas y estaban hastiadas de guerra, carcomidas de cansancio, devastadas por las disidencias. Bolívar era un político de fino olfato, presidente unas veces, dictador otras. San Martín, apenas un militar de carrera que se había negado a participar en las luchas intestinas de Argentina y Chile. Los dos tenían algo de Bonaparte, sólo que nadie los esperaba al final del camino.

Alguna vez, parado entre los cerros de los Andes, me pregunté qué clase de fuego calentaba a aquellos hombres de la independencia que atravesaban la cordillera una y otra vez a lomo de mula. No sólo a los grandes masones, como Bolívar y San Martín, sino a los otros, los generales de miserable tropa, los coroneles de patrullas pobres, los abogaduchos y almaceneros que comandaban ejércitos de rotosos para combatir a los españoles formados en las academias de Sevilla y Madrid. Esos que, por su infinita desgracia, dejaron poca traza en la historia y que podrían ser hoy los personajes posibles de una Guerra y paz a escala suramericana.

Es tan grave dudar de Bolívar y San Martín como criticar a Washington en Estados Unidos o a Garibaldi en Italia. Por eso creo que García Márquez nunca se propuso cosa más honesta y audaz que resucitar la vejez prematura del hombre que llamó a la unidad continental en Panamá y, de paso, decirle algunas cosas a la Europa infatuada y próspera de hoy.

"No traten de enseñarnos cómo debemos ser, no traten de que seamos iguales a ustedes, no pretendan que hagamos bien en 20 años lo que ustedes han hecho tan mal en 2.000 ( ... ) ¡Por favor, carajos, déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media!".

¿Lo dijo Bolívar o lo dice García Márquez? En todo caso, ese diálogo con el improbable francés Diocles Atlantique es uno de los momentos fuertes de El general en su laberinto. Una protesta que truena contra la incomprensión de este fin de siglo de Mercado Común desculpabilizado y buen burgués. Y la diatriba sigue: "Los europeos piensan que sólo lo que inventa Europa es bueno para el universo mundo y que todo lo que sea distinto es execrable".

En aquellos años de emancipación, las clases dirigentes de las nuevas naciones empezaron por copiar a Europa para librarse de ella y terminaron enredadas en una maraña de deudas filosóficas y bancarias que no les permitieron darse una identidad propia.

Bolívar y los otros fundadores no contaban con la rapacidad y la ceguera de las burguesías y sus intelectuales, formados en el estatuto colonial. Quizá de ese establishment intelectual, provinciano y genuflexo, vengan las críticas más duras contra el rescate textual de un guerrero fundador que necesitaba tomar otra vez la palabra para mostrarnos que alguna vez hubo quienes creyeron de verdad en la utopía de una América del Sur independiente, única e indivisible. Aunque aquél fuera un sueño vano y la de hoy una realidad insoportable.

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