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Servidumbre y grandeza de un actor secundario

El actor José Vivó, de 73 años de edad, murió en la madrugada del miércoles en Barcelona como consecuencia de un proceso canceroso. José Vivó nació en Barcelona y dedicó toda su vida profesional al teatro. Rodó varias películas con Carlos Saura, entre las que destacan Ana y los lobos y Mamá cumple cien años.

Hay países con premios especiales a los actores secundarios: si España hubiese sido uno de ellos, José Vivó habría muerto entre muchos diplomas. No se sabe cuál es el misterio por el cual un buen actor, inteligente y dotado, se queda en los segundos papeles y no va mas allá; pero se sabe menos de la calidad especial de arte que es necesaria para sacar brillo y esplendor de un papel menor, con la suficiente capacidad de contención como para no ir demasiado hacia delante en una representación, para seguir a un director sin ensombrecer al primer actor y, sin embargo, hacer notar que debajo de esa presencia y de esa voz hay un artista. Vivó era un hombre inteligente y culto; se le llamaba muchas veces para un teatro de autor, de esos en que cada personalidad tiene algo importante que decir, y hay que saber decirlo: Chejov, por ejemplo, en cuya Gaviota daba la nota justa que describía el ambiente denso; o La muerte de un viajante, en el papel de Charley. O Max Frisch, o Dürrenmatt, o Sean O'Casey... En una obra de Max Frisch, precisamente La muralla china, José Vivó se hizo recordar por su interpretación del personaje del emperador Huang Ti, que algún crítico dijo que hacía "irisado de sutilezas". Es decir, de comprensión profunda de significado dentro de una pieza que en aquel momento estaba denunciando la condición del hombre bajo la tiranía eterna.Si Vivó llenaba estos papeles en un teatro contemporáneo, los podía llevar también a su perfección posible en los clásicos en su dicción, en el cuidado de un verso que mayores glorias que la suya no saben abordar, dueño de una tradición a la que tuvo acceso.

Alguna vez intentó ser un actor solitario, montar un monólogo como el de El daño que hace el tabaco. Hubiera podido ser escuchado en mejores salas. Sin embargo, esa aventura no era lo que el destino del teatro le tenía marcado: el puesto de actor secundario. Dos, tres, a veces cuatro obras al año. No son tampoco sueldos ni condiciones en los que se permita a nadie descansar, si no le llega la muerte y, con ella, la gran hora de los elogios. Reúne ahora, además de los que ganó por mérito propio, los del símbolo del actor secundario, sobre el que se sustenta el teatro.

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