El aire se serena
El domingo, al caer la tarde, estalla el último fogonazo de algarabía que se produce en la ciudad cuando ha terminado la corrida de toros. Las calles de San Gregorio, de San Nicolás y de San Antón son un agitado río humano que no acaba de desembocar en ninguna parte. Algunos romeros, por su cuenta, sí desembocan, pero sería preferible que apuntaran a otra parte. ¡Qué inoportuna manifestación de una alegría tan mal digerida!Relativamente seguro, desde el mirador que ofrece el paseo de Pablo Sarasate, admiro a una multitud que parece tener muelles en los pies. No avanza, pero salta con los brazos levantados, como sí quisiera aferrarse a algún cable salvador que la sacara de aquel purgatorio. Inútil intento. Evidentemente, San Fermín no es la Virgen del Carmen.
Lo de los brazos levantados no se debe a esa justificada pretensión, y tampoco a exigencias de la jota; es que los saltarines no tienen otro lugar donde ponerlos. Si todos bajasen los brazos, la dilatación de la masa sería tan poderosa que el en apariencia frágil casco viejo de la ciudad correría el riesgo de romperse en añicos.
Sin embargo, cuando la noche avanza, el aire se serena. Algo por mí no previsto está sucediendo. Percibo con alivio que las calles siguen animadas, incluso demasiado animadas para mi gusto, pero menos abigarradas. Oso entrar en la calle de San Gregorio y -¡milagro!- ando. Un patriota local me da su versión del fenómeno: "Es que se fueron los franceses". Los franceses, y sin duda muchos más pertenecientes a las más variadas etnias.
El regreso
El fin de semana ha terminado. Algunas peñas se desvían hacia las afueras de Pamplona y se alejan hacia sus lugares de procedencia para nunca más volver, hasta el año que viene. En la plaza del Castillo se abren incluso espacios de silencio que permiten oír a los conjuntos de gaiteros y chistularis, y hay lugar para que grupos de espontáneos danzantes vasco-navarros dejen sobre el asfalto sus complicadas y bellísimas danzas. Escucho y miro con deleite. Al fin, un poco de orden y concierto.
Ha llegado la hora en que se pueden distinguir personas entre la gente, es el momento en que se puede hablar sin gritar demasiado, es también la ocasión para poner en práctica un truco que tenía cuidadosamente preparado.
Me acerco al bar Windsor y, cuando llego al borde de su terraza, exclamo en voz alta: "¡Allen!". Y Allen me responde desde una mesa próxima: "Te invito a tomar una copa". No hubo sorpresa por ninguna de las dos partes, porque Allen y yo estamos acostumbrados a encontrarnos en los lugares más insólitos.
Por otra parte, éste era extraordinariamente propicio, porque Allen Josephs, hispanista norteamericano especializado en Lorca y en Hemingway, no suele faltar desde hace más de 20 años a su cita con los sanfermines. Cuando llega el camarero, digo las palabras que ya me estaban que mando la garganta: "Whisky en vaso bajo". Y -algo que no me había sucedido en toda la tarde- me escuchó.
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