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Precariedad jerárquica en la narrativa española

No es fácil realizar una selección de escritores con la pretensión de que representen la actualidad destacada de nuestra narrativa. Las listas efectuadas por un grupo de críticos, o por la redacción de una revista o un medio de comunicación son opciones subjetivas, apuestas más o menos inteligentes y arriesgadas, cuyos criterios siempre suelen obtener un eco polémico en excluidos ilustres o en partidarios de selecciones diferentes. Revista de Occidente acaba de realizar su criba y su catálogo de preferencias, y no pretendo corregirle la plana esgrimiendo ausencias sonadas y presencias sobrantes. Me parece más urgente analizar, en tanto que síntoma, la asidua periodicidad con que estudiosos y críticos se entregan a la elaboración de este tipo de selecciones, a la preparación de estas minúsculas revoluciones en el ámbito de los elegidos, a la búsqueda obstinada y poco convincente de los hitos que han conducido a nuestra omnipresente nueva narrativa.

Pese a su apariencia siempre selectiva, estas operaciones juegan un papel en la configuración de la imagen colectiva de los novelistas españoles. Hasta la década de los ochenta, nuestra narrativa estaba compuesta por una desligada serie de escritores consagrados, nombres más o menos conocidos y promesas que se enfrentaban a una alicaída demanda lectora. A lo largo de estos años, los autores españoles han conseguido ensanchar el mercado, generar un mayor interés por la creación literaria autóctona, e incluso empezar a competir en los mercados exteriores. Todo ello, en buena medida, ha sido posible merced a la cooperación de los escritores en la elaboración de una imagen nacional de marca a través de las estrategias comerciales e institucionales y de los foros y mesas redondas sobre nueva narrativa. Cierto es que, siguiendo la extraña lógica de nuestro tiempo, la constitución de esa imagen colectiva y la existencia de una demanda de creación española se han producido al mismo tiempo que las tradiciones literarias se dispersaban, las escuelas declinaban, las tendencias aparecían mezcladas en formas impuras y los lazos de nuestros escritores con sus señas de identidad cobraban una apariencia somnolienta y evanescente.

Los propios autores insisten en ello: no hay posibilidad de relacionarlos por sus métodos y modos de entender la creación novelesca, ni reconocen influencias comunes, ni creen que les marque especialmente el pertenecer a un mismo país. Se diría que sólo son compatriotas a la hora de vender.

Sin embargo, la persistente manía de seleccionar nuestro teórico mejor equipo de novelistas brota de una realidad más profunda: la ausencia de una auténtica jerarquía capaz de brillar con luz propia. La sostenida presencia generacional de escritores importantes y relevantes, no palía la ya dilatada carencia de ese tipo de obras capaces de revelar la singular red de angustias y esperanzas a que nos someten nuestra evolución, nuestra idiosincrasia y nuestro perfil social.

En las últimas décadas, no se ha registrado una de esas catarsis novelescas que, al afectar a un amplio núcleo de lectores, consolidan una influencia, fijan un modelo de emulación y señalan una orientación estilística y analítica.

En mi opinión, la narrativa española adolece de uno de los más bajos índices de ocupación de su propio presente, y es inferior a las principales literaturas occidentales en la percepción cuantitativa y en la penetración cualitativa de su propia realidad.

Ignoramos la figura oculta de nuestros temores y de nuestros sueños porque no hay novelista que haya descendido o se haya elevado lo bastante para verlos. Hoy, nos reconocemos mejor en algunas novelas traducidas que en las de nuestros autores, pero lo que este reconocimiento nos reporta es insuficiente porque necesitamos profetas de nuestra tierra.

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