Algeciras, un mal paso
700.000 personas atravesarán una ciudad que se convierte en verano en un cuello de botella hacia África
"Todo lo que no sea un puente son parches, y por mucha buena voluntad que se ponga, no es posible evitar esperas, molestias y nervios". Javier Moral, portavoz de la operación Paso del Estrecho 89, no se imagina lo rápidamente que van a confirmarse sus palabras. En una de las zonas de espera establecidas en el puerto de Algeciras para el embarque de los inmigrantes marroquíes se ve de pronto rodeado de un grupo de hombres que protestan airadamente porque dos coches se han saltado la cola en la que ellos llevan horas. El más furioso es uno rubio y con bigote; no atiende mucho a razones, e insiste en que son los españoles los responsables del asunto. Moral, mientras tanto, trata de explicarle que era una emergencia.
Los dos coches que se han colado son simplemente los familiares de una niña de nueve meses que está enferma del corazón. La médica de la Cruz Roja ha decidido, después de examinarla, que necesita transporte prioritario, y el capitán de la Guardia Civil les ha dado paso.El motín se desarrolla bajo un sol de justicia. Moral no se defiende bien en francés, y sus interlocutores, tampoco en español. Todo el mundo suda y está nervioso, pero después de un rato el grupo se ha volatilizado y la fila de coches que esperan embarcar empieza a arrastrarse perezosamente.
Argelinos
Algeciras se convierte cada verano en el cuello de una botella que arranca de Holanda, Bélgica, Francia, Suiza, República Federal de Alemania... Este año, desde el 24 de junio al 6 de agosto se espera que pasen el Estrecho 700.000 personas -al menos un 60% marroquíes- y 125.000 vehículos. La mayoría se concentrará en los sábados, domingos y lunes, y entre el 6 y el 17 de julio (en medio cae este año su fiesta más importante, la del Borrego) y el 28 de julio y el 6 de agosto. Todavía es una incógnita cuántos argelinos, tras un año largo de apertura de fronteras argelino-marroquíes, irán a su país vía Algeciras, aunque es probable que la mayoría opte por la travesía desde Málaga o Almería a Melilla.
"Vienen en oleadas irregulares, no sólo por las fiestas, sino porque en algunos de esos países cierran las fábricas, y es comprensible", dice Javier Moral. Pero las avalanchas, si no se prevén y organizan, producirían un colapso total en la ciudad, así que la Policía Municipal desvía a los moros y les encamina a las zonas de acogida, donde guardarán turno para embarcar.
Pero antes tendrán que sortear hábilmente a los gorrillas, especie de delincuentes juveniles que trabajan extraoficialmente para las agencias de viaje y paran imperiosamente sus vehículos para ofrecerles billetes y un embarque rápido. En el mejor de los casos, les darán un verdadero billete con un recargo de 1.000 o 5.000 pesetas -a 10 metros de los locales donde los venden sin recargo-. En el peor, un yonqui les endosará unas tapas de billetes usados por 10.000 o 15.000 pesetas y luego desaparecerá.
Este año, los responsables de la operación del Estrecho, coordinada por Protección Civil y en la que participan varias Administraciones y policías, ha prometido que se intentará erradicar el problema, pero la solución no es fácil y los gorrillas actúan desearadamente a pocos metros de varias autoridades. El trapicheo, la droga y la marginalidad asoman en cada esquina de esta ciudad portuaria. Todo un personaje como Roberto Ruiz, directivo de la naviera Isnasa y propietario de agencias de viaje en toda la Costa del Sol, se refiere a ellos púdicamente como "colaboradores" o "guías".
Mayoría de niños
Cada año, las zonas de descanso y acogida son más grandes, tienen más sombra, más servicios más puntos de agua y más atención social y sanitaria, pero nadie puede librar del calor, la espera, el enervamiento y la sensación de encierro a esa inmensa población flotante, en la que hay una gran mayoría de niños. Traen encima dos o tres días de carretera, así que muchos llegan deshidratados, con diarreas y con vómitos. Los padres que enferman tienen fallos cardiacos, se desmayan o precisan atención porque son diabéticos. En todo el tiempo del viaje no se han separado de los coches y furgonetas, cada año más potentes y amplios, donde llevan y traen todos los años casi todas sus pertenencias.
Según Jalid Merabet, uno de los seis intérpretes enviados por el Creciente Rojo Marroquí, cada día se pierden de 10 niños (día normal) a 25 (día de avalancha). Merabet, de 36 años, asegura que también se pierden o se quedan en tierra esposas y otros familiares. Van a comprar algo, y cuando vuelven al vehículo le ha tocado embarcar: sólo faliaba, después de ese calvario, perder también el turno.
A la salida de Ceuta se encontrarán, muy probablemente, otra larguísima cola. Esta vez no porque esté por medio el mar, sino la policía marroquí de fronteras, que puede dedicar horas a registrar minuciosamente sus enormes bultos y enseres, que incluyen, entre otras cosas, colchones, bicicletas, neumáticos, escaleras y neveras.
Luego ya sólo les queda llegar a sus lugares de origen, donde se gastarán alegremente, con multitud de familiares de todos los grados, los ahorros de un año. Buchera, de 11 años, vive en Bélgica y ha ido al dispensario de la Cruz Roja porque se marea en el coche. La niña, tímida y pálida, tiene el pelo negro y rizado recogido en una coleta. "Se me olvidó comprarle las pastillas", dice azorado su padre, que habla el español ceceante del norte de Marruecos.
A Buchera y su familia les quedan, cuando salgan de Ceuta, 300 kilómetros hasta Al-hoceima (Alhucemas). Una carretera infernal, así que han hecho bien en ir al dispensario.
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