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Tres rostros de un hombre

Hay probablemente tres rostros de Alfred Julius Ayer. El primero, el casi inevitable en cualquier historia de la filosofía de este siglo, es el del divulgador en inglés de las ideas del empirismo lógico, a partir de su libro Lenguaje, verdad y lógica, completado en 1935. Existía ya terreno abonado en Inglaterra, a partir de Russell y de Moore, incluso a través del Tractatus de Wittgenstein. Pero Ayer reflejó en su libro la tajante claridad, que hoy a menudo vemos como ingenua tosquedad, del Círculo de Viena al que se había encaminado sin dominar, según irónica confesión propia, el alemán. Aún hoy este libro temprano refleja el espíritu del primer empirismo lógico mejor que muchas obras de los vieneses, precisamente en su ingenuidad y en el contraste entre sus ambiciones y lo insatisfactorio de las soluciones propuestas. Ayer es autor también de una imprescindible compilación sobre El positivismo lógico, que ofrece el telón de fondo ideal para comprender los sueños de juventud de aquel movimiento.El segundo rostro de Ayer es el del filósofo consagrado que pasa revista a autores, escuelas y problemas de la filosofía contemporánea. Wittgenstein, La filosofía del siglo XX y Los problemas centrales de la filosofía entran en este apartado. Ayer muestra en estas obras finura y sentido de la proporción y lo hace sin fingir neutralidad, aunque se esfuerce en reconocer sus limitaciones y en conservar el equilibrio. Pero en su cauto y respetuoso examen de Wittgenstein, por ejemplo, se vislumbra su firme rechazo hasta el fin de la Inspiración confusa, cuya liquidación era para Ayer la gran justificación histórica del empirismo lógico.

Más información
El filósofo británico Alfred Ayer muere en Londres

El último rostro de Ayer es el del hombre, que él mismo reveló con cauta mordacidad en Parte de mi vida. Hombre de inesperadas pasiones, que las provoca y se deja llevar por ellas, pero a la vez profundamente racional, y consciente de que sólo el humor puede salvar ese patético paquete de pasiones y razón que constituye una vida humana digna de recuerdo. Por ejemplo, la suya.

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