Las calderas de Pedro Botero
Parece broma, pero es cierto: en Nueva York, lo malo de que haya festival de jazz es que no deja tiempo de oír jazz. Menos mal que el lunes había un respiro en la acumulación de conciertos y solamente estaba programado uno, el recital de piano del Doctor John en el Weill Recital Hall. Había despertado tanta expectación este concierto que no quedaban entradas ni para la Prensa, lo que indica que por lo menos aquí se aprecia el hermoso estilo de Nueva Orleans de este pianista, tantas veces menospreciado en nuestro país.Cuando se produce una de estas interrupciones en el ritmo del festival, la solución es zambullirse en la atmósfera pantanosa de esta ciudad, en busca de emociones jazzísticas. Las hay en cantidad. Dicen que las big bands están en crisis, pero aquí los lunes por la noche se puede elegir entre tres: la de Toshiko Akiyoshi en el Indigo Blues, la de Mei Lewis en el Village Vanguard y, en el Sweet Basil, la del hijo de Gil Evans, que se llama Miles en homenaje a se pueden imaginar quién.
En Michael's Pub, el sitio donde toca Woody Allen el clarinete los lunes, actúa la incomparable Anita O'Day, y Judy Carmichael toca el piano en el Fortune Garden Davillion, un local de jazz donde dan comida china; esta ciudad a veces está muy loca. Muy al sur, The Knilling Factory presenta su versión particular del festival. Pero la catedral del jazz sigue siendo el Village Vanguard, al que, por cierto, le han puesto toldo nuevo y ya no tiene aquellos rotos y agujeros que se veían hasta en las portadas de los discos.
Otra solución, que también implica lanzarse a las calderas de Pedro Botero, es bajar a los cines de Bleecker Street, a ver Let's get lost; nada mejor que un descenso a los infiernos para contemplar el documental de Bruce Weber sobre los últimos años de Chet Baker. Los críticos de por aquí acusan a la película de fetichista, y dicen que trata a Baker como un objeto, fijándose solamente en los aspectos superficiales de su personalidad. Es bastante cierto. Weber viene del mundo de la moda y, como se dice en los círculos del jazz, no es de la familia. Pero sí lo son muchos de los personajes que retrata en su película, en especial la cantante Ruth Young.
Ritmo recuperado
El martes, el festival recuperó su ritmo. De los varios conciertos programados, el más atractivo era el que se llamaba Bebop revisited, una apoteosis del bebop, en el Avery Fisher Hall. Todo Nueva York se dio allí cita, mayormente en el escenario. Era un concierto benéfico, y si hubieran vendido entradas también entre los músicos, habrían duplicado la recaudación.
Para el lío que podía haberse formado con tanta gente, el espectáculo estuvo muy bien organizado, y todos les que salieron tuvieron tiempo de lucirse. No mucho, así que no pudieron ponerse pesados, aunque estos monstruos no cansan ni aunque toquen toda la noche. Salió primero un quinteto dirigido por Phil Woods y Red Rodney, con el parkeriano Duke Jordan al piano, Rufus Reid al bajo y Mel Lewis a la batería. Después, Barry Harris y Walter Davis Jr. hicieron un bonito dúo de pianos, acompañados arrolladoramente por Ron Carter y Roy Haynes. Milt Jackson abrió la segunda parte con su vibráfono, en compañía del pajarito Jimmy Ucath al saxo tenor, Cedar Walton al piano, Dob Cranshaw al contrabajo y Mickey Roker a la batería. Cerraron la fiesta Art Blakey y los Jazz Messengers, que echaron el resto -aquí hace falta- y se presentaron en una formación ampliada donde figuraban cinco solistas de viento, entre ellos Donald Harrison, al saxo alto.
Como gran estrella, Dizzy Gillespie tocó algunos temas en la primera parte con el grupo de Rodney y Woods, y en la segunda con el de Milt Jackson. Estaba todo preparado para que Dizzy fuera el triunfador, y lo fue. Pero la canción que es piedra de toque para todos los trompetistas, I can't get started, no la tocó él, sino Red Rodney. Éste aprovechó que salía antes y, además, no la tocó a la trompeta, sino al fliscorno.
Babelia
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