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La gran muralla

Cada época crea sus ruinas. Hay arqueologías contemporáneas que avisan inmediatamente de su condición, no engañan a nadie. A veces son edificios, tendencias, modas materializadas y efímeras. Otras veces son hechos con pretensión histórica y que nacen contra la historia. Cuando estallaron las revoluciones socialistas violentas, lo hicieron con el propósito de cambiar la historia mediante una violencia y, por tanto, una crueldad que eliminara violencias y crueldades mayores. Hoy está en plena discusión la legitimidad de la violencia histórica contemporánea, sea la de la Revolución Francesa, sea la de la revolución soviética. Allá cada cual con sus vicios ucrónicos; lo cierto es que los revolucionarios de 1789 o los de 1917 ejercieron la violencia contra un Estado opresor, contra sendas tiranías.Lo que debería estar fuera de cualquier ambigüedad o equívoco es el sentido del terror cuando lo ejerce un poder revolucionario, y 30, 40, 50 años o después no puede justificarlo desde ninguna lógica, ni siquiera desde la más bárbara lógica de la eficacia histórica. La Revolución Francesa y el terror generado dejaron la sanción de lo sucedido al libre juego del mercado de las ideas: era lo consecuente. En cambio, las revoluciones socialistas, la soviética y la china, crearon un método propio para revisar el terror revolucionario. Cuando los años demostraban el error del exceso cometido, el poder y los súbditos se sometían al juego depurativo de las rehabilitaciones, que no conseguían recapitar a los decapitados, pero sí devolverles el buen nombre y el tratamiento que les correspondía en las enciclopedias nacionales. Los partidos únicos son así. Paquidermos de reacciones lentas que cuando están aplastando al antagonista empiezan un largo movimiento para su rehabilitación, y cuando llega se produce por riguroso orden alfabético: por ejemplo, el traidor Bujarin ya tiene su sala monográfica en el Museo de la Revolución de Moscú, y hasta la erre hemos llegado, porque el contrarrevolucionario Rikov ahora ya es más revolucionario que Stalin. Falta la te. En cuanto lleguemos a la te, Trotski dejará de ser un agente del capitalismo internacional para recuperar su papel histórico de héroe de la gloriosa Revolución de Octubre.

Perdonen el sarcasmo manipulador de algo tan materialistamente sagrado como la vida humana, pero acabo de enterarme de que lo de China va en serio, que ya son más de 20 los elementos contrarrevolucionarios ejecutados, y que pueden llegar a ser cientos, cientos de contrarrevolucionarios que, seguramente, dentro de algún tiempo serán rehabilitados. Me niego a jugar a la antropología comparada y a aceptar que estamos ante dos modos de autodepuración histórica asiáticos, sobre los que más vale abstener la opinión, como se abstiene la opinión ante usos culinarios o de vestuario. No, no se trata de dos culturas asiáticas que tienen un sentido del terror y del horror y de la muerte diferente de una supuesta cultura europea. Tanto el estalinismo y su sombra, el breznevismo, como el comunismo chino son hijos directos de un análisis universalista, marxiano, de la vida y la historia. Los 20 millones de muertos que hoy se le atribuyen al estalinismo (tantos como a la agresión hitleriana contra la URSS) son hijos de una dialéctica revolucionaria evidentemente malsana basada en la impunidad arrolladora del aparato estatal incontestable. La verdad científica no es la necesidad de aquella barbarie para hacer posible la marcha de la historia, sino la atrofia asesina de un sistema de poder que puede torturar, matar, desterrar, destruir impunemente en nombre de un sentido de la historia secuestrado por el aparato burocrático. Lo que hoy es ciencia política es que no se debe permitir una acumulación de poder que no pueda ser fiscalizada por la mayoría social.

Ha habido tantos ejemplos de lo malsano de esa lógica de la aniquilación y del efecto catártico compensatorio de la rehabilitación que pensaba que ya estaba asimilada por la cultura comunista. Por ahí van los pasos de la URSS de Gorbachov, donde se ha llegado a la conclusión de que lo evidente es evidente y la pluralidad es el único instrumento que puede hacer imposible la barbarie del monolitismo. Hasta hace unas semanas ese era el sentido de la automodificación del comunismo chino, y por él apostaban altísimos jerarcas que flirteaban con la vanguardia estudiantil, le guiñaban el ojo desde la complicidad en una amplia aspiración de libertad. Pero el paquidermo no controlaba con soltura sus propios movimientos hacia el cambio, y ha temido ser desbordado por una incipiente sociedad civil, crecida extramuros de la gran muralla de un sistema de poder obsoleto. Y en sus movimientos para recuperar el aplomo, el paquidermo aplasta lo que sea, a quien sea, dotado del saber de su propia impunidad, de esa capacidad de volver a encerrarse tras las alturas de la gran muralla. Y se sienten impunes no sólo por la contundencia de los elementos propios de represión que manipulan, sino por la clara conciencia de que no van a ser excesivamente hostigados por el tigre de papel. Al sistema capitalista, lo que le interesa de China es que no sea expansionista, que continúe siendo un mercado posible y que siga dando el mal ejemplo de un socialismo de cuartel incapaz de evolucionar hacia una democracia avanzada participativa.

Sospecho que los realmente interesados en combatir esa arqueología contemporánea, esa gran muralla reconstruida, son los movimientos comunistas empeñados en unificar los reinos de la necesidad y la libertad. Lo que ha pasado en China ha dado la razón a la propuesta de un socialismo en libertad y en pluralidad conectado con las transformaciones históricas por mecanismos más sutiles y perdurables que los intereses creados de una burocracia amurallada. Sería un error que la vieja cultura de izquierda responsabilizara de lo ocurrido en China a los agentes de la CIA, a los elementos subjetivamente contrarrevolucionarios o al aventurerismo democratista de cuatro jóvenes occidentalizados. Estos cheques en blanco ya se firmaron en 1938, y después de la II Guerra Mundial, y en el Budapest de 1956, y cuando los hechos de Praga de 1968. Años después, las rehabilitaciones han puesto en evidencia por igual a los asesinos y a sus avaladores, sin duda alienados por una fe que movía montañas, pero no los cerrojos de las cárceles. Ni un cheque en blanco más suscrito por una nueva izquierda que ha reconstruido el valor de la inocencia histórica. Las grandes murallas, que las construyan ellos, los arqueólogos del socialismo, no los que siguen creyendo en un socialismo sin murallas.

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