China, en llamas
El anciano Deng Xiaoping está haciendo buenos los peores momentos de la revolución cultural y está convirtiendo en un juego de niños hasta las más pérfidas maniobras de la banda de los cuatro; el hombre que ha demostrado que se puede sobrevivir a dos purgas sucesivas de una revolución cultural, denostada por brutal, no ha dado ni siquiera esa oportunidad a miles de conciudadanos, asesinados por orden suya. Ahora ya sabemos la razón de su obsesivo interés por volver a instaurar en el Ejército chino los grados y jerarquías que el maoísmo había abolido: necesitaba una maquinaria ciega y obediente a la voz de mando para aplastar inocentes sin piedad."Enriquecerse es lícito", clamaba el diminuto Deng, con una frase que dio la vuelta al mundo y regocijó a los mismos líderes occidentales que ahora le niegan tres veces. Esta inicua frase, tan aplaudida en Occidente y tan inmoral en un país que bastante hace con dar de comer al hambriento, ha sido el motor de la corrupción contra la que protestaba el pueblo chino y que tantas vidas le está costando. Occidente criticó al maoísmo, aunque nunca, que se sepa, por corrupción. Occidente ha guardado ahora tan celebrada frase en el baúl de los recuerdos.
"No importa si el gato es blanco o negro: lo importante es que cace ratones", pontificaba el astuto Deng, mientras la plana mayor del Gobierno socialista español y otros jurados demócratas se deshacían en elogios hacia el mandarín Deng. Nunca fue tan sangriento el pragmatismo ni más mortal la sacralización de la eficacia y del rendimiento que se bendecían desde las metrópolis de la democracia. Como a ratones los están cazando, sí.
"Caminamos hacia la democracia", insistía el viejo Deng una y otra vez. Pero él quería, al igual que el Occidente que tanto le ensalzaba como benefactor, una democracia occidental; esto es, venga usted a las urnas una vez cada cuatro años y déjenos luego a nosotros. Sin embargo, le pidieron democracia en la calle, con el puño en alto y cantando La Internacional; los estudiantes y obreros se permitieron hacer bajar a la plaza a los nuevos mandarines y dialogaron y razonaron con los soldados que Deng creía tener domesticados como autómatas, dejando patente ante las cámaras occidentales que el pueblo chino ya tenía, desde el maoísmo, unas arraigadas costumbres participativas y que puede haber y se pueden pedir otro tipo de democracias: populares, directas y asamblearias. Esto es lo que siempre le ha dado miedo a Deng. Quizá por esto este aliado de Occidente envió, como nunca lo había hecho el maoísmo, los tanques a atropellar vidas y derechos. Occidente no está libre de culpa, aunque ahora se rasgue las vestiduras.- .
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