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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Saltar al callejón

LA DOBLE acepción del verbo utilizado por Alfonsín al anunciar su dimisión -"resigno la presidencia ante la situación sin salida"- podría ayudar a explicar el estado de ánimo del primer mandatario argentino ante una cadena de acontecimientos finales que no ha sabido controlar. Porque el líder no sólo entrega (resigna) su autoridad al sucesor designado por las urnas, sino que lo hace sometiendo su voluntad (se resigna) ante la magnitud de los problemas por atender en los casi seis meses de presidencia que aún le quedaban por cumplir.En el fondo, Alfonsín paga el alto precio de sus propias argucias políticas. Al forzar un período de ocho meses de interinidad presidencial antes de entregar el poder a Carlos Menem, candidato peronista vencedor, creó una situación insostenible. En vez de restablecer los períodos de transición normales previstos en la Constitución -cuatro meses- prefirió aplicar una ley de la dictadura militar que los doblaba. Con ello pudo adelantar las elecciones sin anticipar la entrega del poder si las perdía. Probablemente intentaba así impedir el crecimiento de la popularidad justicialista. Fracasó, y la situación de provisionalidad creada aceleró el desastre económico, una catástrofe que, por otra parte, ningún Gabinete interino, por muy de guerra que sea, habría sido capaz de encauzar hacia un saneanúento cuya primera condición tiene que ser su aplicación durante un plazo largo.

El primer aviso de que su proyecto no era viable lo recibió Alfonsín tras el nombramiento de su Gobierno de choque y el anuncio de unas durísimas medidas económicas que en la práctica abandonaban otro plan económico definitivo aprobado unas semanas antes. Masas irritadas y cansadas, hambrientas, se lanzaron en la ciudad de Rosario a saquear tiendas y supermercados; tiene poca relevancia que se les unieran rateros y saqueadores profesionales.

De golpe, la situación se había hecho insostenible y la represión de las fuerzas del orden no se hizo esperar. Raúl Alfonsín llamó a su sucesor y se reunió con él para encontrar una salida solidaria y pactada a la crisis. Carlos Menem se lavó las manos: no quería, antes de cerrado el plazo legal, hacerse cargo de una nación quebrada y dividida. A lo más que llegó fue a dar su consentimiento para que representantes de ambos políticos discutieran los términos en los que podría anticiparse un traspaso de poderes, y se dedicó entonces a diseñar su futuro Gobierno y a preparar un programa de medidas urgentes. No dice mucho de la visión política de los dos políticos argentinos que un problema de plazos fuera excusa para no articular lo que es imprescindible para la supervivencia de la democracia argentina en estas circunstancias: la formación de un consenso nacional para intentar la crisis con remedios que necesariamente serán impopulares.

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Con todo, el anuncio de Raúl Alfonsín de que dimite el próximo día 30 es políticamente muy poco serio, aunque se pueda explicar en términos humanos. Un estadista no puede saltar al callejón sólo porque su oponente político, amparado en unas normas aplicadas por la propia presidencia, se resista a aceptar una responsabilidad que legalmente no le corresponde. Es comprensible la sorpresa inicial de Carlos Menem y la tentación de prolongar la provisionalidad haciendo recaer la presidencia interina sobre el presidente del Senado, su hermano Eduardo. Al final, la razón política se ha impuesto y el líder justicialista, dadas las circunstancias, ha aceptado asumir la presidencia el 30 de este mes. Una decisión que le honra, a pesar de los recelos que su presencia en la Casa Rosada sigue suscitando en una gran parte de la opinión pública argentina y mundial.

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