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Tribuna:ECOS DEL FESTIVAL DE CANNES
Tribuna
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La saludable agonía del cine

Es una idea que se ha dicho de muchas maneras. Incluso se ha acuñó con ella un viejo refrán, "goza de una mala salud de hierro", que le viene al cine actual, aunque sea de refilón, como anillo al dedo.Hay desde hace años acuerdo en los ambientes que lo rodean: el cine agoniza. El recién terminado Festival de Cannes, que es un inabarcable chequeo anual al estado de salud de la producción cinematográfica mundial -es decir, del cine en cuanto negocio-, este año ha sido casi enteramente orientado -como ocurrió tímidamente en los dos anteriores, pero ya con criterios más firmes y menos solapados- hacia la búsqueda de los signos de esa agonía, probablemente como manera de exorcizarla y de ahuyentarla. Por todos los síntomas, el cine actual sufre una saludable agonía, pues de ella renace o así al menos lo parece.

Los signos de esta saludable agonía se reducen en realidad a uno solo, que resume todos los demás: es el propio cine el que saca a la luz los indicios de su enfermedad y se permite el lujo de hablar alegremente de ellos, lo que es un síntoma inequívoco de vigor psicológico. Dos películas italianas, Splendor y Nuovo cinema Paradiso, cuentan con armas muy similares una misma historia: la destrucción de las viejassalas de cine y la nostalgia, inherente a su demolición, que provoca aquella -ésta sí irremediablemente muerta- condición ritual, de orden casi religioso, que en los años fundacionales adquirió el espectáculo cinematográfico.

Éstos y otros filmes, junto a la orientación general del festival -desde hace mucho tiempo más vinculado al negocio del cine que al arte del cine- hacia la investigación y la innovación formal, gracias a algunas presencias históricas (Elia Kazan, Michelangelo Antonioni) y a debates teóricos entre cineastas de renombre, permitieron una reconsideración del mal estado de salud del cine no exenta de un curioso (por paradójico) optimismo.

Filigranas

La interpretación de todo esto no puede ser más que una: es ahora el propio negocio el que comienza a reclamar arte; son quienes hasta ahora han vivido a costa del cine -sin hacer nada por él, salvo exprimirlo- los que piden su calidad e incluso su distinción formal.Por ejemplo, no deja de ser involuntariamente gracioso, pero rigurosamente cierto, que algún que otro distribuidor -anteayer importador a granel de groserías con apariencia de películas- se metiera en las salas de Cannes con la lupa puesta en busca (sic) de filigranas y se quejase en público de que hacen falta más cineastas exquisitos y menos peliculillas de vulgar consumo.

La anécdota, como chiste, lo es; pero como síntoma es una rareza sintomática que no carece de interés: algo bueno le ocurre al cine cuando mercaderes sin escrúpulos se interesan de pronto por su bondad, siendo así que antes no le miraban más diente que el de su rentabilidad, considerada ésta en su acepción más vulgar. ¿Será que bondad y rentabilidad vuelven, como en las edades doradas del cine, a ser términos coincidentes o al menos no incompatibles?

No se muere el espectáculo cinematográfico, sino que experimenta una gran mutación, que se viene gestando desde hace dos décadas pero que sólo en los últimos años, se ha hecho de pronto enteramente visible. Es una mutación interior que todavía no ha sido enteramente digerida y que ahora, cuando empieza a serlo, permite que el cine vea por fin un horizonte: delante de él, un camino a alguna parte.

Éste y no otro es el sentido del extraño reparto de premios que se produjo en la clausura del festival. Descontados un par de disparates cantados de antemano -como fueron los cambalaches por los que salieron premiadas la actriz norteamericana Meryl Streep y la pretenciosa película francesa Demasiado bella para mí-, dicho reparto fue una proclamación indirecta de optimismo en el futuro del cine.

En él, la parte del león se la llevaron cuatro cineastas no sólo jóvenes -Steven Soderbergh, Jim Jarmusch, James Spader y Gitiseppe, Tornatore-, sino que, con excepción del italiano (autor de un filme sólido, pero convencional), acudieron con obras que, pese a ser innovadoras o tal vez por serlo, resultaron no obstante muy solicitadas por los negociantes del cine: ese tipo defiligranas que ahora reclaman los viejos repartidores de basuras como el antes referido.

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