Criticar a los críticos
Decía Truman Capote que nunca se debe responder a un crítico. La propia condición de crítico de quien esto firma me impele a desdeñar la prudente advertencia del autor de Breakfast at Tiffany's para puntualizar algunos comentarios de Javier Pradera sobre el libro-retrato de Felipe González, La ambición del César -del que soy coautor junto con Amando de Miguel-, aparecidos en EL PAÍS del domingo 14 de mayo.Sometiendo su largo texto -toda una página- a la presión de las atmósferas precisas, el libro citado sería, a juicio de Pradera, valleinclanesco, malintencionado, superficial a veces, escasamente verosímil todo él. Acaso Pradera se ha disgustado al aparecer en la obra no solamente como un agitador de conciencias al servicio del Gobierno y en favor de la permanencia de España en la OTAN, sino también como una especie de 00-P (P de Pradera), de agente secreto al servicio de Su Majestad Felipe González, intentando, por ejemplo, convencer a Adolfo Suárez de la conveniencia de que se sumara a la campaña en favor del sí. No debe disgustarse Javier Pradera. El respeto, la admiración y el afecto que siento hacia él siguen intactos. Los reproches no tienen justificación si el papel de defensor o propagandista del poder se ejercita, como en su caso, desde la muy noble pulsación de las convicciones, aunque sí creo que es conveniente que los lectores conozcan estos detalles a la hora de enjuiciar un texto.
Si desearía, no obstante, dejar constancia de alguna inelegancia. Por ejemplo, la media docena de páginas dedicadas al estudio fisiognómico de González -que los autores redactan como
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introducción tan escéptica como amable- él las convierte en la tintura descalificadora que impregna toda su crítica, desdeñan do las 400 páginas restantes. Es decir: la vieja historia de descalificar los argumentos del adversario aduciendo que va mal peinado. O elegir frases descontextualizadas que al presentarse aisladas adquieren una virulencia de la que carecen en el libro.
Creo, sin embargo, que el aspecto más discutible de su crítica es de índole metodológica. Pradera se empeña en el análisis de los objetivos planetarios, a largo plazo, galácticos incluso, de González -preso de su absurda manía milenarista- desdeñando los modestos corrimientos de tierra que son los que más interesan al ciudadano de a pie, o soslayan do el análisis de los medios utilizados para alcanzar dichos objetivos. Es como si un científico recibiera el encargo de establecer la naturaleza microbiológica de una epidemia que diezma la población y pretendiera llegar a un diagnóstico acertado utilizando el telescopio. Y La ambición del César es, precisamente, un estudio microbiológico del felipismo como patología política, para utilizar una metáfora muy regeneracionista. Pradera ni menciona los cientos de hechos relatados, probados e irrebatibles, con toda su anglosajona contundencia, que resultarían aterradores para cualquier demócrata. Y no se trata de deformaciones esperpénticas, sino de hechos. No se puede entender que niegue los intentos de convertir desde el poder la Constitución en papel mojado. ¿Es el PSOE un partido del funcionamiento democrático, a la luz, por ejemplo, de lo sufrido por Caballos, Damborenea y cientos de discrepantes degollados? (artículo 6). ¿Se respeta la independencia del poder judicial? (artículo 117). (Menos mal que el mismo día EL PAÍS publica un excepcional artículo de García Añoveros al respecto. Que lo lea Pradera.) ¿Se respeta el pluralismo social y político en la bochornosa y africana RTVE? (artículo 20). Sugerir que la libertad de prensa goza de buena salud porque existen Egin y Abc confirma el viejo aforismo: no hay peor sordo que el que no quiere oír. ¿Qué decir del intento de cierre por el Gobierno de González, no de un periódico, sino de todo un grupo, el Grupo 16? ¿Y de los periodistas fulminados desde el poder? Así podríamos seguir con el resto del articulado constitucional. De modo que a mi admirado Pradera yo le aconsejaría que utilizara algo más el microscopio...-
Me refiero a la crítica que ha publicado en EL PAÍS Eduardo Haro Tecglen sobre Historia de una muñeca abandonada, para despejar la curiosa duda que en ella manifiesta sobre una posible significación criptovasca (digámoslo así) de tal obra. La sospecha no puede proceder sino de un pensamiento débil o quizá malévolo. Si el hilo conductor para esa lucubración reside en que el espectáculo termina con una nana en euskera, sepan que yo acepté con mucho placer que así fuera, pero que la ocurrencia, muy feliz, se produjo durante los ensayos y en mi ausencia. Por lo demás, esa nana es bellísima y el espectáculo resulta en su conjunto un verdadero encanto para la vista, para el oído y para la inteligencia. Hasta mis versos son graciosos y ocurrentes, mire usted.- Alfonso Sastre. Hondarribia, Guipúzcoa.
No es serio sugerir a los lectores de EL PAÍS novedades como La isla inaudita (Mendoza) o Los caballos del sueño (C. Janés). Ambas son de una calidad ínfima, especialmente la primera.
Espero que en el futuro, como respeto a los lectores del periódico, sea más riguroso a la hora de recomendar títulos. Tenga en cuenta que los libros en España no son baratos. Así que absténgase de sugerir o hágalo con seriedad- Jesús López. Madrid.
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