El grupo vasco Bekereke presenta un triste esperpento
El escenario, desnudo. Al fondo, una trinchera de basuras. U radio informa que a las 21.30 de ayer se produjo una gran explosión en el número 61 de la calle de San Pedro. Los auxilios no llegaron hasta nueve horas y pico más tarde. Resultados del incidente: una mujer muerta de un tiro, que apareció envuelta en una sábana bajo un montón de basuras, un desaparecido, varios contusionados y, finalmente, retrocediendo en el tiempo para revivir el desastre, un triste espectáculo, Se prohíbe..., del colectivo vasco Bekereke, bajo la dirección artística de Pip Simmons, que días atrás estrenó su malogrado Frankenstein en el festival de Granada, que ayer concluyó.
Aunque sencilla, la propuesta de Bekereke parecía, en principio, estimulante. Tras la explosión, "seis extraños tipos, presos de su propio pánico" se ven obligados a refugiarse en la calle. Allí, ante un público de curiosos, "la realidad se hace insoportable, y brota la perentoria necesidad de escapar a través de la imaginación". Entonces, los inconscientes se rebelan contra la agobiante realidad y surge un mundo fantástico de sueños y pesadillas que desvelan los deseos inconfesables y las traumáticas frustraciones de esas víctimas anónimas. La idea, aunque tópica, resulta atractiva. El problema está en dar forma, color y nervio al espectáculo. Y pasó lo peor; como dice el refrán, del dicho al hecho...El espectáculo concluye con un ensordecedor petardo, cuando uno (le los tipos surge del fondo con el cadáver de una de las mujeres en brazos. Un vómito de sangre se le derrama por la boca. La radio repite el parte del suceso.
En medio, toda la historia se sucede con un aire de locura improvisada, -pero indecisa,- sin gracia y sin emoción. Parece que el único propósito de Bekereke es construir un babélico pero fallido esperpento, amontonando disparate tras disparate, de forma deslabazada, con un ritmo roto, confuso, lleno de agujeros, con un guión borroso, lleno de páginas en blanco, y un flojísimo trabajo de los actores.
Concesiones
Y en un intento desesperado por evitar el naufragio, se hacen toda suerte de concesiones a un pretendido humor negro, cacofónico, de trazo grueso y discontinuo, que recurre al saldo grosero, adornado con violencia patológica, feminismo de taberna y pornografía de quiosco. Ante la atmósfera de enfermiza crispación que envuelve ese cúmulo de despropósitos y desahuciados, Se prohíbe..., más que un espectáculo, parece una apetitosa historia clínica para psicoanalistas talentudos. El espectáculo es una penosa y finalmente irrisoria parodia de sí mismo. Uno se llega a reír, sí, pero de pura pena y ridículo.
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