Un tal Piñeiro
Bochornoso espectáculo el de esos diputados autonómicos madrileños que han subastado sus escaños. Pero no menos vergonzoso el de quienes han pujado en la subasta. Quienes se quejan, muchas veces con razón, de ese reduccionismo tan familiar al amarillismo o al pasado autoritario que consiste en afirmar que todos los políticos son iguales, sin distinción de ideologías, se han quedado mudos de estupefacción con este sinsentido. Parece ser que la oferta del presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, ha superado a la de sus rivales, consiguiendo así quedarse con la prenda. Peor para él. Pero también para los ciudadanos, que asisten atónitos a una función en la que su opinión no cuenta en absoluto.Tal como las cosas se han planteado en la práctica, y cualquiera que haya sido el precio pagado, tan amoral resulta el vendedor como el comprador. El vendedor: un par de sujetos que utilizaron el escaflo obtenido en las listas de Alianza Popular para montar un tinglado semifamiliar llamado PRIM (Partido Regionalista Independiente de Madrid, o algo así) y cuya única virtualidad consistía en permitirles llevarse la .subvención del Grupo Mixto de la Asamblea de Madrid. El comprador: un presidente de la Comunidad de Madrid, socialista en las señas de identidad, que había dicho que para defender la continuidad de su Gobierno estaba dispuesto a todo, "excepto a perder la cara o la dignidad", y que ha pactado con ese invento del PRIM, o una parte de él, dentro del sentido de la utilidad más vibrante. Con un tal Piñeiro, figura señera del regionalismo madrileño, del que Leguina queda reo para seguir en el poder.
Podría argumentarse que también los patrocinadores de la moción, encabezados por Ruiz Gallardón, han intentado pactar con esos sujetos e incluso especularse sobre el precio que llegaron a ofrecer para ganarse su voluntad. Pero hay una diferencia: Piñeiro y Ortiz obtuvieron sus votos en la misma lista que encabezaba Ruiz Gallardón. Por tanto, al intentar recuperarlos para la operación de descabalgamiento del PSOE, no se violenta la voluntad de los electores. Y éste es el aspecto principal de la cuestión. Mientras los electores se vean obligados a votar listas cerradas y bloqueadas, sólo hay una actitud decente cuando, por el motivo que sea, surjan diferencias entre alguien elegido para un cargo representativo y el partido que lo presentó: la renuncia voluntaria al escaño o cargo de que se trate, de tal forma que pueda ser sustituido por la persona que ocupaba el puesto siguiente en la candidatura. Ésa es la única actitud digna incluso si la ley, que no admite el mandato imperativo, ampara el derecho a conservar el escaño.
También es cierto que, en este terreno, nadie puede elevar demasiado la voz: ahí está, por poner un ejemplo bien actual, Ramón Tamames, elegido concejal por Izquierda Unida y dispuesto ahora, tras apuntarse al liberalismo nouveau style de Suárez, a unir su voto al de la derecha fraguista para desbancar a Barranco de la alcaldía de la capital. Y tantos otros, en prácticamente todos los partidos. Pero nunca la generalización del abuso hizo a éste menos odioso.
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