Narrativa actual: éxtasis y espejismo
Los poetas, que se sienten siempre -y no sin alguna razón- desheredados de la literatura, exclaman estupefactos: ¿qué ocurre con la narrativa? Y es que todos queremos ser novelistas. Los novelistas (algunos) aparecen enseguida, refulgentes, en los periódicos y en los escaparates, les hacen crítica, muchas veces antes de que el más avispado lector haya podido leer su libro, y además a los novelistas los llaman de los semanarios más circulantes y les preguntan cosas interesantísimas, como en qué gastan sus ratos libres y dónde se compran los abrigos, y eso, si bien se mira, es inaguantable para el que no participa: programas de televisión, encuestas sobre deporte y droga y lista de los libros más vendidos, fotos, hablar de la novia: sí, todos queremos ser novelistas.Pero en verdad ¿qué pasa? A principios de los setenta -y aun después- la narrativa joven transitaba tiempos pobres. Dominados por la crítica (férula del estructuralismo, de la semiótica o del Tel Quel), importaba más trazar una teoría linguística que cumplir un relato. Y a medida que mayor era la influencia crítica más seca, desprovista y a veces pretenciosa era la narrativa misma. Es verdad que muchos de aquellos libros hallaban el sesudo aplauso de los críticos -a quienes, es cierto, no hace caso demasiada gente pese a su prestigio-, pero las novelas se vendían poco, se leían menos y no interesaban: la liebre andaba en los tejados del ensayismo. Mas si es bueno que el creador aprenda teoría, que el creador estudie suarte (es fundamental), nunca puede por ello desentenderse de la creación, del impulso literario vital que la acompaña. Y ahí estaban muchos de los grandes narradores suramericanos (desde Borges a Vargas Llosa, pasando por Mujica Láinez) dispuestos a recordárnoslo. La literatura francesa -que tanto nos guió- estaba cayendo en la estéril sequía: se imponía volver a la narrativa, a contar, a la trama, a la aventura, a las cosas, al relato.
Contar
Se me ocurre que, pese a nuestros notables narradores anteriores (Caballero Bonald, Juan Goytisolo, Benet), los suramericanos sirvieron de estrella. Y es posible que se cayera en la trampa -algunos- de ser demasiado simples. Contar -incluso un cierto componente o resabio de oralidad- es básico a la literatura (y a la narrativa sobre todo), pero tampoco se puede abandonar el camino del lenguaje, de la reflexión, del arte. Creo que parte del éxito de la narrativa actual -como conjunto- radica precisamente en que se ha llegado de algún modo a tal armonía. El libro se lee -es decir, se cuenta-, pero la labor del lenguaje se percibe y la mente trabaja e idea al hilo del bordar aquel. Es cierto que algunos -y ello es sano- perseveran -aunque no en una sola línea- en la tarea especuladora (véase Goytisolo en Las virtudes del pájaro solitario) y aun es cierto que otros autores siguen -cada cual por su modo- demasiado atados a la tradición castiza (es decir, aún les falta el punto de vuelo cosmopolita que exteriormente ya parecen tener) pero qué duda cabe que el momento es bueno y estimulante el pulso: la tradición del verbo se ha unido con la tradición del relato. Lo que además de abstracto logro literario se traduce inmediatamente en los índices de compra y de lectura. El lector español, de modo general y acaso tras 20 años, ha hallado lo que es y lo que quiere (aunque supongo que esto nunca es completo) en su narrativa. El lector hoy se refleja en las novelas, y ello acrece el interés y la tirada. Y como a su vez tal fenómeno hace posible que los editores -que nunca pierden- paguen y mimen a los novelistas como éstos sólo habían oído que ocurría en los tiempos dorados del boom latinoamericano, el evento narrador cobra una dimensión que está, ahora, más allá del estilo o de las teorías. La narrativa es una eclosión de la sociedad literaria, un juego de agasajos y una carrera de poder y ventas, un relumbrón de premios en los que los millones compiten con el siempre más escurridizo prestigio. O sea, que el buen punto de la novela se ha convertido en un festival de fuegos de artificio, y,como parece lógico, todos quieren entrar en la cuchipanda.
Novela igual a literatura
Por lo demás, para el público -y esto es acaso triste- la novela se ha Convertido en el sinónimo mismo de la literatura. Con lo que estar al tanto de una es estarlo de la otra. El lector persigue lanovela -y eso nada quiere decir del aún escaso número de lectores- en parte, como he dicho, porque se siente próximo, pero también por el fulgor escaparatista que la aureola. ¿No se queda mal sin haber leído la última novela de nuestro favorito -o de los varios- que pregonan los éxitos de venta? La novela se ha vuelto moda social (no así el ensayo, decaído; ni la poesía, casi siempre desclasada), y si ello es, de inicio, literariamente bueno y editorialmente notable en un país relativamente poco cultivado como España, plantea una cuestión importante: ¿se lee lo que se compra? Yo creo que existen libros fetiche, objetos que es decisorio poseer para que nos amparen desde los anaqueles, libros rito cuyo volumen esgrimir y cuyo título cantar como una letanía: El péndulo de Foucault, El general en su laberinto... No son los únicos. Pero más se poseen que se trabajan. Con lo que nuestra narrativa actual (copiosa, rica, varia, prometedora) se mueve entre el éxtasis y el espejismo. Ha levantado un tinglado de espejos, incluso ustorios, que iluminándola la ocultan o la desfiguran (y sobre todo tapan otra literatura), y sin embargo resplandece. Pero al buen momento de esa narrativa te acecha el peligro de la comodidad (olvidar la aventura y el riesgo que no han de ser forzosamente vanguardistas), y asimismo el de la autocomplacencia. Aunque, ¿cómo no querer engancharse a este limitado carro triunfal en que los leopardos son millones, Dionisos un salón y los lectores la misma Antioquía? ¡Ay, cuánta envidia!
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