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En la almoneda de la muerte

Yo no sabía que Tawfik Yúsuf Awwad fuera suegro del embajador Arístegui. Me he enterado del parentesco, estos días, por los periódicos. Yo conocía desde hace, tiempo, por lecturas, al Tawfik Yúsuf Awwad hombre de letras, al destacadísimo narrador libanés que escribiera sus primeros relatos hace ya más de medio siglo, y que había llegado a ocupar un digno puesto, de indudable relieve, en el panorama de la literatura árabe contemporánea, a pesar de sus largos silencios e intermitencias creadoras. Yo conocía al estilista y artífice de la lengua árabe; de una lengua árabe literaria, moderna, que en su pluma aparecía con frecuencia ejemplarmente pulcra y brillante, tersa, concisa, sugerente, algo también, inevitablemente, taraceada de un toque de ambigüedad, de angustia, de turbación. Una lengua que, por la manera en que era elaborada y dispuesta, por la forma en que estaba concebida, por la función concreta que cumplía en el texto, recordaba un poco el ataurique. O al menos así a mí me lo parece, y quizá es éste el rasgo que caracteriza a más de un escritor árabe de su generación o de su talante.Repaso ahora los papeles que he ido recopilando durante tantos años, y en tan diversas circunstancias, sobre la aventura de esta, literatura, mis libros, mis apuntes, mis notas, y encuentro unas declaraciones suyas, de junio de 1977, a un prestigioso periódico beirutí que sscitaba un tema que resultaba ya especialmente dramático y significativo, y que no ha hecho sino incrementarse en un alfaide irracional, hasta el paroxismo, desde entonces: cómo las salvajadas de la guerra se habían hecho materia narrativa. Esa guerra civil libanesa había comenzado dos años antes, aunque es indudable que sus raíces y sus motivos son muy anteriores. Awwad había publicado en 1972 una novela: Tawahín Bairut (Los molinos de Beirut, traducida al inglés en 1976 con el título de Death in Beirut), que, avizorando el terrible conflicto civil inminente, aparecía en realidad como repercusión y consecuencia de otro hecho bélico inmediatamente anterior, engarzado, no menos convulsivo y traumatizador: la guerra de los seis días de 1967.

Como tantos, Awwad denunciaba aquella "guerra estúpida (por entonces, sin embargo, temporalmente paralizada) en la que eran al tiempo asesinos y víctimas, en la que se jugaba con ellos corno si fueran niños". Awwad era también de los que pensaban que tal situación resultaba consecuencia inevitable de tanto deterioro institucional, de tanta separación confesional, de tanto retraso. En boca de un libanés como él, cobraba seguramente especial significado el opinar "que aquella guerra sin sentido, sin resultado, podía acabar, pero que la revolución no había empezado todavía".

Escritor precozDe familia maronita, había nacido el año 1911 en Bahr Saf, un pueblo de la montaña libanesa. No cabe afirmar que fuera un escritor prolífico, pero sí que fue precoz. A mí me ha sorprendido siempre comprobar que el primer escrito suyo que conozco está fechado en el año 1928, y quizá aún más, que se trate del texto de una conferencia en la que abordaba el estudio del zéjel y de la poesía en dialectal. Apunta ya ahí el interés y afecto del autor a la manifestación artística popular, que siempre ha reconocido, tratando de precisar y de aplicar además la función y papel que le corresponden, sin disparatadas pretensiones.

La obra literaria de Awwad es, fundamentalmente, una obra narrativa. Tres colecciones decuentos: al-Sabi al-aarach (El chico cojo, 1936), Qamís al-suf (La camisa de lana, 1937), al-Adara (Las vírgenes, 1944) y una novela, al-Ragif (La hogaza, 1939), constituyen un primer contingente de producción, relativamente homogéneo y trabado (aunque Awwad no ha desdeñado nunca la variedad ni la tentación experimentalista) que sirven para asentarle ya como el mejor representante de la narrativa libanesa de la época, jerarquía que le reconoce un crítico tan cualificado como su compatriota Suhail Idris. Bien es verdad que la narrativa libanesa, como casi toda la árabe, se encontraba por aquel entonces en una fase, todavía, de despegue, o al menos de inicial consolidación y asentamiento. Se trata de una obra de color local predominante, en la que aparece ya con claridad también la intención social y el apunte de análisis psicologizante. En cualquier caso, esa novela primera, La hogaza, resulta una de las contribuciones principales de la narrativa árabe de la época, a pesar de las parciales carencias técnicas y constructivas que todavía, lógicamente, evidencia, y no desmerece en el posible parangón que se estableciera con otros títulos también locales -sirios, iraquíes, palestinos, egipcios especialmente- análogos. Teniendo como telón de fondo la I Guerra Mundial, el tremendo drama que el país vivió también por en tonces ("las gentes morían de hambre por los caminos"), la obra es una emocionada exposi ción de la lucha de liberación contra el yugo otomano, y está embargada de un fervoroso sen timiento nacionalista que no tie ne una dimensión estrictamente libanesa sólo, sino también panárabe.

Sorprendentemente una producción narrativa que se prometía tan fecunda y valiosa, entró en un silencio absoluto -excep to breves contribuciones periodísticas o respuestas a compro misos familiares o amistososque duró justamente veinte años Hay en realidad pocos datos para explicar esta esencial y larga sequía creadora, sobre la cual tampoco el autor ha proporcionado demasiados datos ni ele mentos aclaradores. No parece que se debiera tan sólo a la dedicación profesional, en el campo de la diplomacia y de la política del autor, que aparte los siempre ingratos entresijos burocráticos, le deparé la apasionante vivencia personal de geograffas humanas y risicas tan distintas como Brasil, Irán o España -creo recordar que fue el primer embajador de Líbano en Madrid-, por ejemplo. Subyace ahí todo un abismal problema anímico, todo un específico y muy personal sentimiento del mundo, del hombre, de la existencia, del porqué y para qué de las cosas, que habría que investigar con tanta lucidez como consideración. Él era, desde luego, consciente de esa especie de traición que cometía, tan mantenida, pero "todo lo que sabía era que, al dejar de escribir, era como si se hubiera despojado de algo que antes había sido todo para él".Obra polémica

No menos sorprendentemente volvió a la escena literaria, aun que tampoco durante esta según da etapa su producción llegara a ser cuantiosa.

Reaparece, pues, el año 1964 con un texto un tanto extraño e imprevisible, al-Saih wa-I-turyu mán (El turista y el trujamán), que el arabista Michel Barbot, quien lo tradujo al francés en 1965, de fine como "brutal atajo del hombre y del universo". Desató la polémica esta personalísima reflexión que, sobre el espléndido marco escenográfico de las monumentales ruinas de Baalbekk, mezcla tiempos y personajes -¿en qué medida cada uno de ellos real, cada uno de ellos fantástico?-, lo material y lo espiri tual, lo irónico, lo poético, lo dramático... En una forma, además, experimentalista, híbrida, que participa tanto de lo teatral como de lo narrativo y lo poemático, y que pone especial cuidado en la selección del material lingoístico que emplea. En esa obra, sin duda, asoma el poeta que en Awwad subyacía.

A este título siguen Gubar alayyam (El polvo de los días, 1966), un libro de pensamientos e impresiones; Fursán al-kalam (Jinetes de las palabras, creo que aparecido a finales de los sesenta), de semblanzas, opiniones y confesiones, y esa segunda novela antes mencionada, Los molinos de Beirut, en 1972.

Hace años, un discípulo ¡ibanés me regaló un pequeño souvenir que tengo colgado en una pared de mi casa. Se trata de un trocito de madera circular en el que está escrito lo siguiente: "El amigo crece como la palmera, como el cedro en el Líbano". ¿Será esto, de verdad, absolutamente imposible?... Yo me niego a creerlo, a pesar de todo.

Pedro Martínez Montávez es catedrático de Lengua y Literatura Árabe de la universidad Autónoma de Madrid.

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