El concierto del unicornio
El primer sonido aquel del que todos nacerán, hijos, discípulos o gajos, o granos de granada yuxtapuestos, o paneles que se responden como la luz de una vela entre espejos paralelos, el primer sonido, nacido en tan grande silencio que podría ser la primera de todas las olas quebrada bajo las oscuras nieblas y las sombras del mundo recién creado, el primer sonido es apenas el de la corriente de aire que se introduce en los fuelles del órgano, o tal vez no, el primer sonido será el. de la respiración necesaria para que la doncella haga el leve esfuerzo de levantar el puño del fuelle, y en este y en los pulmones el aire circulando como el secreto rumor de seda arrastrada en la luna, que por lejano no oímos mas intuimos, y que sin percibirse recorre el interior de la nariz húmeda y viva, y dulcemente inflando los pulmones y también la oscuridad interior del fuelle de piel curtida, aún oloroso al hedor caliente del ganado en los corrales o en el suelo blando y suave de las grandes siestas bajo los árboles, y quien sabe si distante conteniendo el tintileo finísimo de las campanillas de los rebaños en mañanas también de niebla de un mundo mucho más viejo.Ese, o este, o ambos, porque mútuamente se requieren, son el primer sonido. La música aún no se escucha, esta es la última pausa viva, el segundo final de consolación de los ahogados que a punto de morir reviven todos los sonidos están en este primero, y todos son el mismo silencio, o la misma demostración de su imposibilidad.
Paisaje rumoroso
Antes la punta de plata trazadas las figuras del cartón, crean do una forma de rumoroso paisaje, y también de gentes y animales que un ciego retendría en la memoria de los sueños, no en señales identificables, sino como una construcción aérea de música concreta hecha de arabescos, de breves pausas, de súbitas raspaduras, de largas brechas rasgándose, tal serían los silbidos de las espadas cortando el aire, y siempre la respiración calmada o rápida, conforme en la superficie del cartón la punta de plata trazase el largo movimiento de las faldas de las doncellas o afilase la defensa en espiral del unicornio. Mucho antes del tapiz se produjo otro primer sonido, éste de la punta de plata marcando el diseño, guiada por los ojos y la mano, trazando su efímero gemelo que es el sonido, sólo existente en cada momento como el presente movedizo entre un pasado que por vivido se cubre de incertezas y un futuro que sólo simplificadamente puede ser adivinado. Cerrando nosotros los ojos, podríamos pensar que los trazos se exprimen sonoramente al nacer o que, por el contrario, son los sonidos los que dejan como herencia y señal de paso, antes (le caer en el silencio de lo ya sucedido, aquellas mil flores, los animales minúsculos que parecen asustados de ser, las dos serias muchachas, el león y el unicornio, el órgano fabril que lentamente inspira para hacer nacer otro primer sonido.
No precisa el dibujante mantener inmovilizados ante sí los modelos que va a fijar en el cartón. En hojas sueltas comenzó por esbozar el cordero y la raposa, la libre y el conejo, el lobo y el lebrel, y el pato bravo que, libre aún, se retuerce ya y arquea y grazna y cae porque el halcón viene cortando los aires, él sí detenido en el vuelo por misericordia del artista, señor de no querer que en un cielo cubierto de flores hagan obra de muerte las garras y los picos.
Aquí no sucederá ningún mal. Los animales esperan pacientemente la música, y de ellos no llegará ningún rumor. Pero en pasillos sonoros como cisternas resuenan los pasos de la señora de la casa, o de su hija, y los pesados tejidos de oro arrastran sobre las losas los terciopelos labrados, los mantos franjeados de pieles. El rápido bulto apenas permite el recuerdo de rostros claros, de cabezas arqueadas aún medievales, de una gravedad que oculta vestigios ciertos del demonio, quizá mostrados en los ojos dilatados del león y en el rugido sofocado que denunciaría el deseo. Vientos contrarios confluyen en el diseño para que no sean de este mundo la bandera y el estandarte de las tres lunas, y en el intervalo nacerá el primer sonido soplado por los tubos del órgano.
Recatamiento
Sin embargo, recatadas debían ser las manos de las damas que nunca se mostraron de cerca al dibujante, pues las suyas, gruesas, de hombre, tomó por modelo, y así quedaron en el diseño y, por igual causa, en el tapiz, hecho con manos de tejedor. La punta de plata se desliza en el cartón abriendo un levísimo suspiro de sombra en el inicio de la claridad ofuscante del unicornio. Animal macho como el dibujante que va ahora a trazar su retrato verdadero, su propio retrato, en la melancolía de los ojos, en la doblez vencida de las rodillas, mientras que la defensa larga y aguda, el cuerno blanco, se yergue al aire, apartado del objeto de su deseo. Baten las venas en el pulso del dibujante, y entre los secretos del pecho, como en el interior de una gruta, resuena la insistente pregunta y la huidiza respuesta del corazón. El cuerno blanco se detiene en el aire y ninguna doncella gritará en esta hora su ansiado dolor de mujer.
únicamente falta cubrir de flores todo el espacio libre, ir a buscarlas a los campos, colocarlas en ramos sobre la mesa y copiar cuidadosamente, sin exagerada invención, las hojas y los pétalos, suaves o ásperas aquéllas, dispuestos éstos en racimos o en estrellas, en guirnaldas e iluminaciones. Y hecho esto, demoradamente, sobre la tabla se posará como un rumor claro la punta de plata ahora inútil como el cuerno del unicornio, pero habiendo ella fecundado y él no. Será el momento de los colores sensibles, para que el cartón aparezca por fin en su gloria de rojos y azules de plomo, donde el pelo de los animales y la piel humana proclaman una evidente fraternidad, y donde los verdes se degradan en innumerables ecos de azul para que de esta manera se invente otro jardín. Es un tiempo de silencio para los oídos humanos, mientras que sobre el mundo raso de los cartones las figuras se ajustan con calma y las tintas, al secar, se contraen murmurando inaudibles crepitaciones.
Descienden, por necesarios, los rebaños de la montaña. El tiempo, aunque mucho se hizo esperar, llega finalmente, y en este día se desprenderán del cuerpo de las ovejas los copos espesos y rizados de la lana, cayendo alrededor como nieve o blanda peluche de ave, mientras que la tijera muerde y estalla al borde de la piel rosada que se estremece. Todo el suelo se cubre de lana, y cuando se levantan las brazadas y después se amontona, habría silencio si no oyésemos los animales balando y el insistente crujido de la tijera.
La tierra es un murmullo sin fín, y el viento, que en ráfagas pasa, trae consigo de lejos, o tal vez no tanto, solamente del otro lado de los árboles, un balanceo de flores de lino, leves flores que por ventura el dibujante representó en el cartón para que nada quedase por decir. Van a casarse estas fibras y estos pelos, se van a unir, apretarse y atarse este animal y este vegetal, pero, antes de que este día llegue, entrará en el lino la guadaña o la hoz,y con su gesto largo o breve derrumbará los tallos entre el rumor de lluvia que es el suave caer de las plantas unas sobre otras y el brusco aspirar en que termina el arco de los brazos. Para que más tarde se pueda escuchar el batir de la espadilla en la corteza, sordo batir, y los hilos del lino nazcan de la envoltura de los cáñamos. Entre tanto, ya las ovejas volverán desnudas a los pastos, y el grito desgarrado del pastor vuelve a saltar de ladera en ladera como una piedra disparada por la honda.
Desde la ventana
Es de estas cosas que se hacen los tapices. Algunas veces, bajando al patio o mirando desde los ventanucos, dama y doncella verán todo este trajín, de tanta aparente confusión que sólo en él encontrará sentido. Fue llevado de allí el lino y la lana, a otra parte llevados, fuera de lo que para gastos se conservó, y después las semillas nuevamente repartidas en la tierra, y sin que ellas se diesen cuenta la piel de las ovejas comenzó de nuevo a cubrirse de vello. Hay en esto una necesidad, y es una finalidad que la necesidad, para serlo, impone. No se dirá lo mismo de la peste que vino entre tanto e hizo mudar de manos tal vez la guadaña y la hoz, tal vez el cayado y la honda, tal vez la tijera. Y en las altas salas, entre los muros de piedra fría, en todo caso dura, no del barro de las chozas, los bastidores muestran la lazada interrumpida, con la aguja dividida entre el principio y el fin, a la espera de
El concierto del Unicornio
que otros dedos acaben el movimiento iniciado. Forzoso es juntar todo cuanto apareció disperso, resucitar, reunir lo que es material a lo que con otros nombres también lo es y, pensando, encontrar el medio para llegar a una sola cosa. Hay aquí sitio para un poco de silencio. Puede cantar un pájaro. El león rugirá si quisiera. Sin embargo, éste es el rumor que más profundamente hace estremecer la tierra desde siempre: el paso del hombre. Viene por esta margen del río, viene por la sombra de los árboles plantados en alamedas, viene cruzando el erial o descendiendo en el lomo de las colinas, viene crujiendo sobre la basta tierra, zapato pesado, o rozando descalzo las hierbas por el frescor, y chapoteando en el lodo fétido de las ciudades y ya saliendo al campo para la lama natural. Se detiene, al fin, en puertas de casas ruidosas, donde hay jaulas de madera levantadas en el aire, con plomadas y varas que palpitan a cada golpe. Son los telares; itinerante paso y hombre itinerante quedará aquí hasta que la resurrección esté concluida.Blancos
He ahí, por tanto, el lino con su color de nacimiento, sus hijos ciertos y paralelos. He ahí la lana entintada del requerido rojo, del verde y del azul de plomo, y de un blanco que es leche de oveja y piel humana, blanca de mujer, de hombre blanca, color único de diferentes blancos. He ahí el cartón pintado, el proyecto y sus límites, y mientras tanto la libertad que los recusa a todos. Ya el tejedor llegado de lejos se sentó al telar. Pasa la punta de los dedos por la urdidura, comprueba la tensión de los hilos. Las maderas crujen cuando se mueve. Todo este conjunto, donde el mineral está excluido, vibra hasta las fibras escondidas del hombre, hasta los huesos más ocultos de la madera.
El tejedor mira la pintura. Su ciencia soporta las ignorancias del que no sabrá qué mujeres son aquéllas, qué hombre las dibujó, y al león y al unicornio, qué altas salas recibirán en su frialdad de piedra aparejada el inmenso paño, en qué lugares se dio el lino y de qué rebaños la lana, qué hoces habían segado, qué tijeras cortado, qué manos. Bástale con saber de las suyas.
El primer sonido será un estallido de articulación, un murmullo de músculos, cualquier cosa que sea salir del mundo de la contemplación. El primer sonido será un pequeño torbellino de aire deshecho por un gesto, el primero. El primer sonido será, si quisiéramos, el minucioso serpentear, el doble paso del hilo de lana entre los hilos de lino, animal y vegetal entrelazados, uno al lado del otro, del otro necesarios y sin eso muertos. Son éstos los primeros sonidos, porque la luna aún está lejana y sobre ella no levantarían ningún rumor las sedas arrastradas.
Bate el telar. Se ajustan los hilos y el telar se mueve y bate. El sonido sacude la estructura, el suelo empedrado, el cuerpo del tejedor. Pero es irregular este sonido, tiene pausas, se retrasa o precipita, porque a un color sigue otro y es preciso pensar, porque la pintura cautiva a los ojos. Por eso los sueños de tejedor están hechos de estas dos enigmáticas mujeres, de estas mil flores, y por ellas pasean, graves, solemnísimos, el león y el unicornio, rodeados por los otros animales de pelo y pena, al tiempo que el corazón despierto es un telar que late dentro del pecho, ansiosamente late, repercutiendo en las cavernas de cuerpo y en los hondos vacíos, no se sabe si luminosos o en tinieblas, donde el espíritu y la memoria que él es se lanzan a las grandes adivinanzas.
En los intervalos del trabajo el tejedor no puede olvidar el tapiz. Ya se embriagó, ya se inquietó, y un día fue al campo sólo para acostarse debajo de un árbol y dormir sin soñar, y cuando despertó vio que una mujer se extendía a su lado, y sucedió. Ése fue el día en que hizo todo el rostro de la doncella que con la mano derecha levanta el puño del fol, cuando por fin el aire penetró en el interior de la piel curtida para alimentar el que será, ya no tarda, primer sonido del órgano. Y en otra ocasión vio salir para la caza cabalgadas y jaurías, y volvieron con animales muertos que escurrían sangre sobre la grupa de las mulas o colgados de varas que siervos transportaban al hombro. Ése fue probablemente el día del lobo.
La trama se cruzó con la urdidura; ha nacido el tapiz. Se concluyeron todos los remates; dados los nudos, el tejedor partió con su salario. El órgano puede, al fin, tocar. Suba el primer sonido, levántese, alárguese, expándase en el espacio, satisfaga al menos un poco de este tipo esquivo. Y vengan los otros sonidos, música de las manos, cuatro son, que corren sobre las teclas o convocan del cielo los vientos calmos. Sólo falta que una de estas mujeres cante para que una voz humana diga, por palabras nuestras de humanos, lo que tan grandes cosas significan. Y, habiéndolo dicho, mire para nosotros en silencio.
Traducción: Manuel Rivas.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.