Oficiantes
Nada mejor para acercarse al secreto de las cosas que frecuentar, ya en el quicio de la madrugada, determinados bares escaparate de la noche madrileña (o barcelonesa, supongo). Allí uno se encuentra con gentes anormalmente despiertas para esas horas, debido tal vez a su probada capacidad de resistencia o, más frecuentemente, a que a esas alturas de la noche (de¡ día) ni la mente ni el cuerpo han sufrido desgaste apreciable alguno.Sea como fuere, danse esas gentes a derrochar sus energías intactas en el viejo oficio de hablar de los demás, lo cual en España significa, desde luego, hablar mal de los demás.
Si, uno tiene la habilidad de escoger un asiento al alcance de las conversaciones más prometedoras (cosa nada dificil porque' los maestros del oficio suelen pontificar siempre desde la misma cátedra) podrá enterarse de cosas de las que de otra manera jamás hubiera tenido noticia. Y sabrá de las vidas del prójimo, en muchos casos un prójimo sobradamente conocido, sin necesidad de gastarse cuarenta duros en la revista ilustrada más de moda. Todo ello sazonado convenientemente con carcajadas estruendosas, frases que quieren ser un modelo de ingenio, maledicencias graciosas y gestos cómplices que para un observador veterano llegarán a constituir pronto un -lenguaje fácilmente descifrable.
Otras veces no será tan sencilla la comprensión de lo que allí se habla ni siquiera para los parroquianos más frecuentadores de esa muy especial adoración nocturna madrileña (o sevillana, supongo). Es cuando se entra en el mundo de los sobrentendidos, de los guiños, de las fintas, de las frases inacabadas. Sólo el código complementario de los codazos y de las risas, de nuevo estruendosas, disparatadas, nos da finalmente alguna pista más o menos segura sobre el tema de conversación. En ocasiones incluso, sobre la víctima elegida por el aquelarre, oficiante.
Convíene, sin embargo, que no cunda el pánico. El mundo, por fortuna, se acaba a las puertas del local.
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