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Dios bendiga al príncipe de Gales .

Una encuesta realizada entre la población del Reino Unido ha revelado que de todos los miembros de la familia real, el príncipe de Gales es el más popular. Esto cayó algo por sorpresa, pues anteriormente la opinión pública lo consideraba un excéntrico inactivo que conversaba con las flores de su jardín y llevaba calzoncillos largos. Su boda con la encantadora lady Diana, que entre otras cosas, le recortó la ropa interior, no consiguió mejorar su imagen. De hecho, hubo demasiados rumores de incompatibilidad matrimonial, siguiendo el esquivo e introspectivo príncipe sus costumbres antisociales y rechazando las discotecas, las pistas de los hipódromos y los flashes de los fotógrafos de moda.Parece ser que la nueva popularidad de Carlos -el 21%, en tanto que su majestad la reina alcanzó solamente el 11%-se debe a un interesante programa de televisión hecho por él mismo y retransmitido el pasado mes de noviembre. Fue un ataque muy elocuente a las nuevas tendencias de la arquitectura británica, y el príncipe demostró ser un maestro de ese medio que, más que hacer, hunde demagogos. Lo más importante fue que Carlos demostró que no era un demagogo. Defendió la restauración de la belleza en el panorama nacional, denunció el cinismo y la vulgaridad de los planificadores y promotores y, lo que no hacen los demagogos, habló con el corazón.

También habló con autoridad, con ese tipo de autoridad que no le debe nada a la ambición política, pues una cualidad del sistema monárquico británico es su independencia de la política. Cuando habla la señora Thatcher, somos conscientes de que habla desde el punto de vista de la ideología de un partido, si es que la teoría de un mercado brutalmente libre se puede llamar ideología. Ningún político dice toda la verdad. Si un partido cualquiera tuviera el monopolio de la verdad, no habría necesidad de una oposición. Un miembro de la familia real puede, si tiene el atrevimiento y la capacidad, tratax temas que los políticos consideran demasiado irrelevantes como para fijarse en ellos. Como la belleza. Como la fe.

Era evidente que detrás de la disquisición de Carlos sobre la herencia arquitectónica británica, que actualmente está siendo vergonzosamente vilipendiada, estaba ese elemento de fe, aunque él fue demasiado delicado como para mencionarlo. Nosotros solíamos construir a la gloria de Dios, que es algo más importante que a la gloria del comercio. La preocupación de Carlos tiene evidentemente algo que ver con los valores eternos -que no es la preocupación de los políticos ni incluso, en nuestros días, de los dirigentes espirituales- Belleza, verdad y bondad nunca son mencionadas por los demagogos; están reservadas a los príncipes.

Está claro que Carlos no busca nada para sí mismo. Su carrera ha sido principalmente de abnegación. En eso es distinto que, por ejemplo, su bisabuelo el prínicipe Eduardo de Gales, que más tarde fue el rey Eduardo VII, quien dedicó su vida a cazar aves, tener amantes, presidir la invención de los crêpes Suzett - y engordar tanto que los cirujanos tuvieron dificultades para operarlo de apendicitis. En su tiempo libre también creó lazos de amistad con Francia. Se le quería, pero de la forma que se quiere a los pícaros.

El actual príncipe de Gales no es un pícaro. En tiempos, parecía que era ese, lo que le faltaba.

Su hermano menor tuvo una aventura con una modelo que posaba desnuda, y eso le dio buena imagen ante los ojos de los lectores de prensa. populachera. Pero en lo que respecta a Carlos, la actitud del público británico ha cambiado. Se ve poco interés, poca humanidad en los dirigentes electos; no se percibe afecto en la señora Thatcher. El público está desesperadamente necesitado de, al menos un toque de fraternidad desde arriba, y para ello necesita recurrir al Príncipe de Gales.

He mencionado a Eduardo VI , que fue príncipe de Gales hasta una edad bastante madura, porque ya hay gente que compara su situación con la del príncipe actual. Temen que Carlos ascienda al trono tarde, coino le sucedió a Eduardo, y que disponga de poco tiempo para ejercer una función de monarca progresísta. La reina Victoria reinó durante 64 años -demasiado, dicen-, pero, como incluso el incisivo Bernard Shaw reconoció, utilizó la autoridad de su aparentemente interminable reinado para mantener Europa en orden. A los 12 años de su muerte, Europa se encontraba inmersa en una agítación suicida. La autoridad real, una vez conseguida, es mejor no cederla prematuramente; es decir, de ninguna manera.

La reina Isabel II ha tenido un reinado largo y fructífero. Según ella, su trabajo no es como el de un burócrata del Gobierno, que se retira al cumplir los 65 años. La habilidad, autoridad y experiencia de la monarquía británica son una propiedad única, uno de los tesoros ocultos de la singular democracia británica, y todavía está en vigor. La reina no muestra indicios de senectud, y probablemente tiene razón al considerar que la posibilidad de abdicar en su hijo mayor (y en la potencial reina Diana) sería una especie de irresponsabilidad, a pesar de que en la reciente encuesta el 59%, de los británicos expresaron su deseo de que cediera las riendas a Carlos. Tendrán que esperar mucho tiempo para la ascensión del rey Carlos III.

Mientras tanto, los británicos tienen un príncipe de Gales cuya evidente popularidad no tiene por objeto ganar méritos para ascender. No es la primera vez en la historia británica que un príncipe de Gales aumenta la adhesión a la monarquía. Podemos retrotraernos a Eduardo el Príncipe Negro, al príncipe regente o, más recientemente, a ese otro Eduardo que se vio forzado a abdicar por amor y fue rebajado a duque de Windsor. Un príncipe de Gales tiene una posición muy especial. Puede hablar sin oír los rugidos de los políticos, que insisten en que la Constitución británica impone silencio al monarca. Puede hablar con la autoridad de su posición, que es considerable, que es, de hecho, sólo una segunda posición con respecto a la de su silenciosa madre.

Sobre todo, puede hablar con total sinceridad. Tiene auténtica libertad de expresión., una propiedad de la que carecen los simples dirigentes políticos. Su sinceridad y buen sentido tienen, en apariencia, el tipo exacto de influencia- la influencia que es fruto de la convicción. El poeta W. H. Auder, escribió que los rostros privados en lugares públicos son mejores y más acertados que los rostros públicos en lugares privados". Cuando Carlos habla en público vemos un rostro privado -preocupado, a menudo agobiado, siempre sincero- No es el rostro del electorado británico, una simple abstracción política; es el rostro del pueblo británico.

, 1989.

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