El valor estratégico de 1992
Analiza el autor del texto las responsabilidades que España contrae con las celebraciones previstas para 1992, contrastándolas con la prosaica realidad de un país que emerge del subdesarrollo. Frente al reto del año emblemático propone como soluciones el esfuerzo, la eficacia y la concentración de energías.
España está asumiendo un riesgo elevado al concentrar demasiados objetivos y esperanzas en esa fecha mágica de 1992. De algún modo, este país se está comportando como un jugador empedernido al que no le importa arriesgar el resto a una sola baza. Si se gana, el premio será una euforia difícil de controlar, pero si se pierde, la frustración marcará a más de una generación con profundos surcos de amargura.La baza de 1992 incluye apuestas tan ambiciosas como la sin precedentes de organizar simultáneamente los dos acontecimientos más espectaculares, grandiosos y complejos ideados por el hombre moderno, unos juegos olímpicos y una exposición universal. Por si fuera poco, al reto se agrega la capitalidad cultural de Europa para Madrid.
Ese desafío tricéfalo, que ya de por sí bastaría para poner a prueba las energías y capacidades de todo un país durante todo un decenio, está siendo adornado, ¿frívolamente?, con guindas tan sorprendentes como la reciente del ministro de Justicia, Enrique Múgica, para quien en 1992 también se habrá acabado con el terrorismo de ETA.
Pero existen todavía más guindas-sor-presas-promesasfascinantes para una sociedad que, al haber perdido la fe en la mayoría de sus políticos, asiste sobrecogida al peligroso espectáculo de la aceleración semántica, en el que los más desaprensivos, para lograr credibilidad, prometen cada día más, con palabras más fuertes, más atractivas, más temerarias.
Presentar al deprimido sur español, todavía sumido en el desempleo, en la ineficacia, como la California de Europa es un casi insuperable ejemplo de desaprensión. Lanzar el mensaje de que la Expo 92 va nada menos que a modernizar el Sur cuando The New York Times duda si la exposición va a ser algo más que una de las anuales ferias de Sevilla no deja de ser otro ejemplo de altisonante guinda futurista-desarrollista manejada por gente que por lo menos tiene pocos escrúpulos lingüísticos. Afirmar desde la butaca de la propaganda política que Sevilla va a ser la capital del mundo en 1992 cuando en la ciudad ni siquiera se entienden los poderes públicos del mismo partido, más que frívolo resulta dramático.
Tecnologías punteras, trenes de alta velocidad, autovías que parecen autopistas, nuevos aeropuertos, rayos láser, más de 20 millones de visitantes, telecomunicaciones infalibles por fibra óptica, la implantación de polígonos tecnológicos en el sur o la liquidación de una vez por todas de la leyenda negra antiespañola son sueños que pugnan por hacerse creíbles en una sociedad en la que ni siquiera funcionan bien los teléfonos y donde una prosperidad que parecía sólida puede saltar por los aires víctima de la división interna existente en el seno de la familia socialista.
'Leyenda negra'
La eliminación de la leyenda negra es un objetivo-guinda de 1992 en el que merece la pena detenerse.
Confunde la semántica con la realidad quien cree que la leyenda negra empieza a eliminarse cuando se entierran palabras como descubrimiento y conquista de América, sustituyéndolas por el afeminado e hipócrita concepto de encuentro, al que sólo es posible mantener con vida en la UVI, entubado y con inagotables inyecciones de dinero público.
¿Acaso no está claro que la única manera de acabar con eso que llaman leyenda negra pasa por la investigación seria de la historia y por una reflexión colectiva y terapéutica que nos haga entender el descubrimiento como el movimiento expansivo de una cultura y un pueblo, con todas sus grandezas y miserias?
En cualquier lugar del mundo desarrollado, las personas normales identifican desafío con trabajo y esfuerzo. En España, esa correlación no está tan clara. Nadie puede dudar que 1992 representa un desafío para España, quizá el mayor de la historia del país si hacemos caso a lo que nos dicen. Sin embargo, sorprendentemente, en vísperas ya de ese año decisivo, en el que además se va a reactivar la imagen de España en el mundo, no pasa nada extraordinario, no se aprecian en la sociedad española ni el fragor del trabajo, ni el sudor del esfuerzo, ni la sublime euforia que genera la creatividad.
Estarnos ante un dilema (o un binomio, como dicen algunos sénecas jerezanos): o este país ha aprendido a esforzarse en silencio, con humildad y sin ruido, como sólo lo sabían hacer hasta ahora campesinos chinos y algunos indios americanos, o aquí no se está esforzando nadie.
Con frivolidad infinita estamos convirtiendo a 1992 en un año de alto valor estratégico. Estrategia es, en el arte militar, el conjunto de esfuerzos, movimientos y batallas que se planean y desarrollan para alcanzar los objetivos decisivos. Una estrategia equivocada puede llevar a la derrota, y una derrota estratégica puede ser fatal para toda la guerra. No se descartan hechos como el que los muchachos argentinos que habían ocupado las Malvinas en 1982 perdieron la moral cuando la propaganda británica les convenció de que no había sangre en sus hospitales y que si caían heridos no podrían ser curados. A partir de entonces se entregaban sin pelear. A partir de aquella guerra, los bancos de sangre son considerados valores estratégicos para cualquier sociedad del mundo.
Año estratégico
Al concentrar tantas ilusiones en un solo año, al asumir tanto riesgo, al echar sobre los hombros de los españoles, que apenas acabarnos de abandonar el subdesarrollo, tanta responsabilidad concentrada sin que paralelamente se tomen medidas que posibiliten el éxito, España está convirtiendo 1992 en un año estratégico.
Si, al final, esa Andalucía que cada día engulle más el anzuelo de la ilusión de 1992 fracasara en su empeño; si el caos circulatorio y la delincuencia de Sevilla hicieran insoportable la visita a la Exposición Universal; si los Juegos Olímpicos fuesen deficitarios y sirvieran para alejar más a Cataluña del resto del Estado; si la imagen de España, en vez de reactivarse, quedase en ridículo; si la leyenda negra, en lugar de retroceder, se fortaleciese, ¿qué sería de este país? ¿Quién está dispuesto a cargar con la responsabilidad de otro final de siglo marcado por la pesadumbre del fracaso? ¿Acaso vamos a repetir el traumático final del siglo XIX, padre de la triste generación del 98 y de buena parte de nuestras desgracias en el siglo XX?
Ante una batalla decisiva, frente a un objetivo estratégico, no existe más solución que el esfuerzo, la eficacia y la concentración de energías. No existe otra alternativa.
A partir de ahora no pongamos a soñar inútilmente a todo un pueblo; evitemos la frustración y sobre todo pongámonos a trabajar en serio.
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