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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Modernas chapuzas

TODO RÉGIMEN tiene una afición peculiar por la escenografía, especialmente los totalitarios que suelen buscar en el monumento un símbolo trascendente que proyecte su imagen y consolide su recuerdo secularmente. Un régimen como el nuestro, no siendo evidentemente una dictadura aunque sí con vocación de perdurar -a corto, a medio, a largo plazo-, busca también su política de fachadas, su sueño de una segunda Ilustración, su afán de estilo: quiere diseñar la modernidad. Los socialistas no han sido insensibles tampoco a la simbología política y social de las obras públicas, y así, el programa electoral con el que llegaron al poder en 1982 predicaba que éstas "inciden de modo importante en la modernización de la economía y en la creación de empleo y proporcionan al ciudadano una aceptable calidad de vida".Razones de austeridad les llevaron a descuidar la inversión pública en los primeros años de su mandato. Sin embargo, en la actual legislatura, las obras públicas han invadido el territorio nacional hasta el punto de que España es, en estos momentos, una enorme cantera en la que están en danza decenas de miles de millones de pesetas. Pero la modernidad puede caer, a veces, en la trampa de la fascinación por lo bello y en el desprecio por la solidez. En Madrid, la estación ferroviaria de Atocha, que después de su inauguración oficial necesitará de nuevas inversiones para hacerla útil además de bella, y la avenida de la Ilustración, cuya accidentada construcción sobre una antigua vaguada cubierta de escombros era conocida por todo el mundo, salvo, al parecer, por quienes la han diseñado, son sólo algunos ejemplos. El problema no atañe sólo a los socialistas. Los nacionalistas conservadores catalanes, por ejemplo, emprendieron en su primer mandato una acelerada carrera de obras viales y a cuenta de ello lanzaron una costosa campaña de señalización y propaganda. Pero quizá porque la inauguración de obras es electoralmente más rentable que su mantenimiento, las nuevas carreteras y las autopistas que dependen del Gobierno de Pujol lucen una más que deficiente conservación.

Para desgracia de algunos de estos modernos ilustrados, todo anhelo de trascendencia suele estar indisolublemente unido a cuestiones más prosaicas. En lo que atañe a las obras públicas, está el hecho de que su firianciación se realiza con dineros de los impuestos, es decir, conllevan una inevitable responsabilidad política. Las irregularidades en su licitación, la desconexión de organismos en su proyecto y ejecución, la incuria y la impericia en su realización merecen no sólo la más firme de las denuncias, sino una investigación política, y aun judicial. Pero los usos y costumbres del pasado perviven sin demasiados cambios en el presente hasta el punto de que, ahora como antes, la impunidad sigue siendo la regla. Causa asombro ver cómo los errores e imprevisiones en este terreno se solucionan a base de meter un poco más la mano en los presupuestos, sin otro tipo de consecuencias.

Es probable que la galopante mitificación del consumo exija la creación de objetos bellos, destronados al poco de su lanzamiento por el diseño siguiente o la innovación tecnológica de última hora. Lo que resulta más preocupante es la posible traslación de estos mecanismos de producción al ámbito de las obras públicas; una estación nueva vale para ahora, pero los nuevos trenes, su supuesta abundancia y la de pasajeros pueden hacerla obsoleta en 10 o 15 años, y lo mismo pasa con una autopista o un edificio público. Parece estimarse más la obra en función de la vanagloria de quien administra los medios de construcción que su afición a la resistencia de materiales o a la funcionalidad de los servicios que ha de prestar, más el diseño envolvente que la calidad de lo envuelto. Recordar la conjunción de belleza, funcionalidad y perdurabilidad en obras públicas del pasado, desde el acueducto segoviano a la arquitectura del hierro, debería avergonzar a buena parte de los administradores públicos y constructores de hoy.

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