Hipócrita comparación
En una de las ahora húmedas y frías colinas de Jerusalén, junto al complejo arquitectónico de Yad va-Shem, que recuerda el holocausto judío perpetrado por los alemanes durante la II Guerra Mundial, en la Europa occidental y cristiana, desde la URSS a Salónica, en Grecia, muy cerca de donde cada mañana, puntualmente, el violinista de Auschwitz, único sobreviviente de su orquesta de la muerte, mira alucinado su propio rostro de cuarenta y tantos años atrás, bajo tierra, está el monumento al millón y medio de niños que murieron gaseados por los nazis. Pero JacquesYaacov Strumsa, el violinista, tiene bastante con su propia tragedia como para visitar la sala hipóstila con sus cientos de espejos de oscura, soberana sombra, tras los cuales, multiplicando sus reflejos, incontables velas encendidas -una por cada niño tal vez- brillan intensamente mientras una voz en off repite: Louis Guinsberg, cuatro años: Isidore Holevsky, dos años; Mirna Grabois, 10 años, y la fría lluvia de enero sigue cayendo sobre la tierra de incipientes e inocentes crocus. A simple vista uno diría que se trata de una fascinación por la muerte, pero sabiendo hasta qué punto los judíos santifican la vida, al punto de manifestarse cada día en Tel Aviv y en Haifa, en Jerusalén y en Ashdod, contra las atrocidades que comete su propio ejército en la carne de los jóvenes palestinos, se comprende muy pronto por qué es imposible olvidar el holocausto, el horror sistematizado más allá de las mismas fronteras del Reich, allí donde la temible planta de Atila alemana apoyó su siniestra bota.Pero algunos sectores de la Prensa europea y norteamericana son fieles al gato por liebre. Establecen peligrosos paralelos e hipócritas comparaciones. Intentan hacernos creer que Israel en bloque se asemeja a aquello de lo que el pueblo judío aún no se ha liberado, su espantoso y todavía fresco dolor, un tan largo dolor que por sí mismo explica el movimiento sionista -ni imperial ni racista- surgido para defender una aplastada dignidad, un alma colectiva cansada de recurrentes expulsiones, vejaciones, desprecios y miserias. Mientras el mundo árabe no quiera entender eso, de lo que por cierto no es responsable (de allí la hipocresía europea), en tanto un millón y medio de niños palestinos vivos no visiten la tremebunda galería de los espejos de ultratumba y, guiados por su maestra, se pregunten por qué y para qué tanto horror, ¿cómo esperar un diálogo? Sólo hablan en profundidad las personas que la aceptan sus mutuos defectos, sus insoslayables límites. Pero, como escribiera Desmond Stewart, el islam prohibió y aún prohibe el teatro como actividad lúdica. Cuando los grandes traductores cordobeses del siglo X y XI quisieron verter Sóf ocles y Esquilo al árabe literario, los cadíes y sheiks, los filósofos como Averroes o Ibn Jaldur descalificaron el valor cultural del teatro, viendo en él algo meramente profano. La observación de Stewart en su libro The arab world (1967) es pertinente: quien niega el teatro niega al otro. Desconfia del diálogo y, en consecuencia, santifica la guerra, que tiende a suprimirlo.
Ojalá fuera posible olvidar, partir de cero. Ojalá en Siria, por ejemplo, un escritor judío -de los escasísimos que aún quedan- pudiera pertenecer a la sociedad de autores árabes como muchos escritores drusos y palestinos a la Sociedad de Escritores de Israel, y ojalá fuera escuchado en Irak, Irán, Arabia Saudí y Jordania. Pero el honor del pueblo árabe -ah, el honor- le juega malas pasada. Él sí que vive de su pasada grandeza imperial. Por fortuna, todo o nada es, hoy y en la jerga política, una imposibilidad cierta y esa intransigencia es la actitud del sector más radical de la OLP, contra el cual, dicho sea de paso, el mismo Arafat deberá combatir si quiere que el éxito diplomático de los últimos tiempos cuaje en acciones positivas. Lamentablemente, Occidente no lee entre líneas la prensa árabe. Si así lo hiciera comprendería la tozudez de Israel, el inquebrantable deseo de so brevivir dentro de fronteras seguras, en su viejo y nuevo país, y al mismo tiempo entendería que para los judíos continua siendo un eufemismo decir "resolución 242" en lugar de Estado judío o Israel. Lo cierto es que sigue siendo probable el asesinato de Mubarak o Yasir Arafat por los Hermanos Musulmanes, el Partido de Dios, Amal o cualquier otro grupúsculo más o menos etarra en su extremismo.
Confieso que lloré dos veces en estos últimos y sangrientos tiempos. La primera, cuando vi -como todos- uno de los tantos reportajes sobre la intifada. La segunda al recordar, en el memorial de oscuros espejos mortuorios mencionado, que ninguno de los niños muertos allí evocados tuvo la menor posibilidad de tirar una piedra, habida cuenta que más de 300.000 eran bebés, 100.000 niños menores de seis años, y que otros tantos miles murieron a manos del diabólico doctor Menguele et alia. Por ello toda comparación, la mera insinuación de que Israel es un país fascista, resulta indignante. Y más cuando proviene de una parte del colectivo de la prensa escrita, de esa casta arrogante y amoral, profetas de pacotilla, mercenarios. del papel, cuervos de lejanos cadáveres entre quienes mentir impunemente -sobre China o Cuba, Chile o Srí Lanka- poco importa. Mentía la prensa franquista y mienten Pravda, el Herald Tribune y también Le Monde. Quizá sea inevitable: después de todo, el lenguaje propende al sofisma, y ni la denuncia de Sócrates ni la furia profética hebrea hicieron mucho para expurgarlo de sus ambigüedades. En verdad, puede decirse cualquier cosa. Hemos caído tan bajo y estamos tan saturados de realidad que nada nos importa demasiado. T. S. Eliot lo advirtió con aguda inteligencia cuando dijo: "Human kind can not bear to much reality". Hiere nuestros ojos, exige responsabilidad, un latido vivo por cada corazón muerto. Y sin embargo siempre habrá quien grite: ¡hay un límite para la iniquidad, un término para el desprecio! Que los que tengan oídos oigan.
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