Con alma de elegía
Había yo escrito mi obra teatral Noche de guerra en el Museo del Prado, en Buenos Aires, recordando cuando entré en él con María Teresa, en los días graves de noviembre de 1936, en el momento en que las tropas de Franco estuvieron a punto de entrar en la ciudad, salvada al fin por el poderoso coraje de todos los madrileños, unidos al inaugural arranque de las primeras Brigadas Internacionales, llegadas a Madrid en la madrugada del 6 de noviembre.Aquella soledad del museo, ya bombardeado, con la sala de Velázquez rotos los cristales del techo y la mayoría de los cuadros ya evacuados en los nada seguros sótanos, me inspiraron 30 años después, como digo, ya en Argentina, esa obra, que llegó a estrenarse en Madrid poco después de mi regreso a España. No recuerdo ahora si conté ya que visitando la Alemania del Este, acompañado de mi traductor Erik Arend, dar a conocer mi nueva obra a Bertolt Brecht. Mi traductor lo llamó y mi gran sorpresa fue que Brecht accedía a verme, pero citándome en su casa a la hora del desayano, que era a las siete de la mañana. Visita cordial y emocionada. Le explicó Arend muy detalladamente la obra, que escuchó con mucha atención, diciéndome, con gran sorpresa mía, que estaba decidido a estrenarla, pero pidiéndome, con toda cordialidad, que le añadiese un prólogo, en el que s( viera a los trabajadores del rmuseo acarreando hacia los sotanos los cuadros principales de Tiziano, Velázquez, El Greco, Murillo, Goya, etcétera. Cosa que hice yo con todo entusiasmo. Pero cuando me disponía a enviárselo, me llegó la noticia de su muerte. Todavía, una vez que coincidí en Moscú con su compañía de teatro, vi que en sus programas anunciaba el estreno de mi obra.
Casi todo lo que yo escribí entre Argentina e Italia puedo considerarlo como una obra elegiaca, y desde casi Entre el clavel y la espada, pasando por A la pintura, libro más que ningún otro producido por mi nostalgia del Museo del Prado, así como los Retornos de lo vivo lejano, todo es un traspaso, una evocación de mi vida en España y otras partes de Europa. Lo mismo me sucede con El adefesio, que escribí expresamente para Margarita Xirgu, que vivía exiliada en Chile y regresó al teatro viniendo a Buenos Aires para estrenarlo.
Toda mi vida, puedo decir sin exagerar, es una elegía. Casi todo el tono de mi poesía es elegiaco. He cantado tanto a Cádiz porque lo perdí demasiado pronto. Yo soy el Levante y el Poniente a la vez. Más el Levante, que mueve con furia, sacudiéndolas, las ropas de las azoteas; soy ese enfado suyo contra los calzoncillos, las blusas y las camisas. Me apasionan, y lo oigo, resonando con desesperación en mis oídos. Los cantaores gaditanos con sus copla; me estremecen desde mis ocho años. ¿Qué hacer? El Funeralísimo me condenó a vivir casi 40 años fuera de España. Y tuve que pensarla, que seritirla dentro y fuera de mí todo el tiempo. Quizá sea yo el exiliado que más ha escrito de España a sin verla. Mi vida casi entera es un retorno. He vivido pensando en algo que metía y sacaba de dentro de mí ya trarislarmado. Pero yo soy un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. También siendo dos tontos soy un poeta elegiaco, enamorado de Alicia y Georgina, que es una verdadera vaca. Eran geniales los ojos de Buster Keaton, que me han persegui, lo siempre, y más después de su muerte. Yo quise hacer un libro de poemas mezclados de anuncios. Ya me lo iban a aceptar en el momento en que fusilaban a Fermín Galán y García Hernández, y por eso no se pudo hacer. La editorial desapareció y yo me quedé con el libro incompleto, que publiqué luego: sin anuncios. Ahora puede ser que estuviera de moda. A mí me han gustado siempre mucho lis anuncios, y sobre todo en versos aleluyeros. "Calzoncillo y camiseta, / los dos por seis mil pesetas". "Bebe vino, vino vino, / que el Pángaro es el más fino
Son más de las 12.30 de la noche. Día agobiado de cosas, de eiicargos veloces. He tenido que o libujar esta mañana un homenaje a Antonio Machado, pues se cumple el 50º aniversario de su muerte. Allí cerca del mar y de los campos de concentración españoles de Francia. ¡50 años! Yo estaba todavía en el Madrid casi sitiado. Él, día inolvidable, moría, junto a su rmadre de 93 años, en Colliure. Me lo tengo que recordar siempre. También he tenido que dibujar dos gatos romanos: uno rojo y otro azul. Creo que me han salido muy bien. Cuanto más me duelen las vértebras, mejor dibujo, aunque viendo de cuai ido en cuando las estrellas, aunque las estrellas no se ven, andan perdidas por la espalda, pasándose de pronto a los costados o a un lado de la cintura. ¡Santo Dios! o ¡Santo Marx! Que no me atropelle más un automóvil, pues tengo el sueño inundado de ellos. Y es casi imposible dormir ahora clavado en un asiento delantero sujeto fuertemente por una cincha. Me estoy volviendo a veces algo pesado. Quisiera ahora ser un saltimbanqui y atravesar en equilibrio sobre una cuerda la Piazza Farnesse de Roma. ¡Qué maravilla.' Yo vi hacerlo a unos titiriteros rumanos, y desde entonces es ése uno de mis mayores deseos. Quisiera leer mi discurso de entrada en la Real Academia de San Fernando en circunstancias parecidas. Pero no. Estoy seguro de que eso no me sucederá, no podrá sucederme. ¡Qué pena! Hasta Sus Majestades los Reyes me aplaudirían, y estoy también seguro de que Carmen Romero hablaría de mí en sus clases. Estoy contento de pensar en esto. Porque yo tuve, por muy corto tiempo, una novia titiritera que estaba cuidándose entre los pinos de San Rafael. ¡Cómo la recuerdo esta noche de frío y de neblina en Madrid! Le hubiera dicho ahora para divertirla esta madrugada: "Nueva York / un triángulo escaleno / asesina a un cobrador. / El cobrador, de hojalata, / y el triángulo, de prisa / otra vez a su pizarra. Nick Carter no sabe nada. ¡Oh!
Nueva York".
Así termino este capítulo del tercer tomo de mi Arboleda perdida, aunque no hubiera querido acabarlo así. Yo estoy triste de no llegar a alcanzar la medida que me he propuesto. Pero siempre no es posible conseguirla, y menos cuando estoy esperando a un pájaro que debe venir todos los días a mi terraza, golpeándose contra el cristal de mi salón, pues cree a ciegas que puede entrar, que nada lo separa. Me da miedo acabar con el último verso del romance del Prisionero de León: "Matómelo un ballestero, / déle Dios mal galardón".
Estoy seguro de que ha de volver.
Rafael Alberti.
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