'The end'
CUANDO, LA semana próxima, acabados ocho años de notable liderazgo político, Ronald Reagan concluya su segundo mandato presidencial y se vaya a su casa de California, muchos caricaturistas políticos sentirán, seguramente, la tentación de dibujar su inconfundible figura montándola en un escuálido caballo que se dirige melancólicamente hacia un horizonte de montañas y sol poniente. Sobreimpresionadas en la viñeta, aparecerán las palabras The end. Como epitafio, puede parecer una ironía innecesaria. Pero como comentario no debe desdeñarse, porque es probable que satisfaga incluso al mismo protagonista, que regresa a la meca del celuloide sin haber dejado de verse nunca a sí mismo como un héroe de película. Su papel podrá haber sido escrito por otros guionistas, pero Reagan le ha prestado sus asombrosas dotes de interpretación y su propio y empecinado empeño.A lo largo de ocho años ha mostrado asus conciudadanos que es posible ser un presidente importante sin conocer realmente en profundidad los temas, sin preocuparse de más ideología que la que se deduce de su instinto -conservador-, y armado con el único bagaje del convencimiento de que el propio país es, sin duda, el mejor, el más fuerte y el más rico.
Dos deseos sustancialmente iguales le llevaron a la presidencia en 1981. Por un lado, que el pueblo norteamericano necesitaba recuperar la moral patriótica, tan sacudida por la indignidad final de un presidente Carter ridiculizado por los iraníes con el secuestro de la Embajada en Teherán. Por otro, que Ronald Reagan y su gente iban a ser capaces de extender desde Washington a todos los estadounidenses la prosperidad que habían dado desde Los Ángeles a los californianos durante el tiempo en que el nuevo presidente había sido gobernador de California. Y así fue. Al césar lo que es del césar.
Hace ocho años Reagan llegó a la Casa Blanca para ocuparse de un mundo crispado y tenso y de un país, el suyo, de incierto futuro económico. Los enfrentamientos de la guerra fría parecían inevitables, y el declive del poderío económico de EE UU, imparable frente a una competencia cada vez más ágil de la CE y Japón. Hoy se va, dejando una situación internacional cada vez más relajada y un clima interior de bastante prosperidad económica.
Pero no menos cierto, e igualmente importante, es que EE UU se ha dejado en el camino plumas muy importantes. La primera, el debate ideológico interno. Si es cierto que Reagan llegó a Washington esgrimiendo una doctrina ultraconservadora, y el ejercicio del poder le fue conduciendo hacia un saludable pragmatismo que ha favorecido muchos de sus espectaculares éxitos, no lo es menos que la ideología liberal, el debate político, la búsqueda de nuevos horizontes, cayeron víctimas de una beatería y un patrioterismo ramplones e intransigentes. El dinero ha desplazado completamente al liberalismo. La hoguera de las vanidades ha acabado con la nueva frontera. La segunda factura constituye, además, la herencia más pesada para su sucesor: la nueva prosperidad económica tiene los pies de barro. El déficit presupuestario es tan espectacular como el endeudamiento exterior, y no se ve cómo George Bush podrá hacer frente a ellos sin aplicar amargas medicinas ajustadoras.
Pero el éxito político también se basa en la suerte. Reagan ha tenido la suerte de encontrarse enfrente con un líder decidido a introducir en el anquilosado sistema soviético elementos de racionalidad y criterios de eficacia. Para ello, Gorbachov necesitaba paz en el mundo y ayuda en el interior. El fenomenal mérito de Ronald Reagan ha sido apreciar la buena voluntad de su antagonista y, con enorme sentido común, creer en él, a despecho de las voces negativas de sus propios aliados occidentales.
El presidente que ahora se va ha sido un hombre carismático. En el balance pondera menos que la moral estadounidense se haya recuperado atacando a enemigos como la isla de Granada que el poderío americano no haya sido capaz de derrotar a los nicaragüenses. También es parte de la letra pequeña que toda clase de escándalos financieros o políticos hayan salpicado la presidencia. A la hora de la verdad, la nación estadounidense se apiñó en torno a un hombre, al gran comunicador, que, interpretando su mejor papel, luchaba por su vida con una bala alojada en el pulmón. Y sonreía confiado.
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