La heridita
¡Ay que risa, que me da, que me parto, que me hago pipí! Todo porque decidí tratar una heridita a base de cartilla de la Seguridad Social.El asunto empezó un lunes, cuando opto por acercarme al ambulatorio. Cojeo hacia el mostrador, saludo deportivamente a la rolliza enfermera y me entero de que he llegado dos minutos tarde. No había número para mi heridita. Le hubiera arrancado el moño de no ser por una señora entrada en años y kilos, experta en salas de espera, que me pasa la receta: comienzan a dar papelitos desde primera hora de la mañana. Sabiendo el truqui, acepto deportivamente mi derrota y espero al día siguiente.
Vuelvo el martes, triunfal, a las nueve de la mañana, dispuesta a llegar la primera a la meta, pero me encuentro con una anciana, dos amas de casa y un parao que me llevan varios minutos de ventaja. Soy la quinta, qué le vamos a hacer. Compruebo que tengo cuatro horas por delante, aprovecho y sigo con mi labor de currante. A las 12.05, arañando el tiempo, me persono en el ambulatorio dando pequeños brincos, alcanzo la puerta, me dispongo a entrar, pero una enfermera tan pálida como su uniforme me indica que ya está dentro el sexto enfermo. No hay heridita que valga, se me ha pasado la vez.
El miércoles cambio de táctica, pido el favor a una vecina y consigo el número 47. A la hora de haber empezado la consulta irrumpo en la sala arrastrando el pie. El doctor permanece apoyado en el quicio de la puerta. Pretendo cruzar el umbral cuando oigo su voz (ya sólo atendía a vigilar que no me pisaran) que dice que hace tiempo que atendió al último paciente. Sólo valdría si se tratara de una urgencia, pero la heridita del pie no alcanza aún ese rango.
Jueves. Escocida, irritada, coja, con el pie a la funerala, paso toda la mañana en la sala de espera. Me toca la vez. Me atiende, me receta una cremita. Viernes. Resulto alérgica a que me den pomada. Sábado. Ingreso en urgencias. Y ahora llevo dos semanas de baja al sol.
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