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España preside Europa

España ha asumido la presidencia del Consejo de Ministros de la Comunidad Europea, lo que regocija a todos aquellos que esperan importantes iniciativas de España y de su poderoso sentimiento europeo.Pero se observa un desasosiego creciente qué ensombrece el rostro de la imagen venida a menos de la Unión Europea, que tiende a extenderse y que resume bien la expresión "mercado único". ¿Acaso es Europa en el fondo sólo un mercado, una zona de libre cambio? De hecho, si Europa no fuese más que un mercado, no existiría, puesto que las grandes empresas europeas, norteamericanas o japonesas han desbordado, desde hace largo tiempo, las fronteras de un continente. Ayer se decía que una gran empresa es la que ha sabido hacer pie en el mercado americano; no obstante, en nuestros días, es la presencia en Japón la que se considera como piedra de toque del éxito. Verdaderamente, estamos asistiendo a un reagrupamiento de las empresas europeas en numerosos campos, y muy especialmente allí donde intervienen de forma más directa los Estados, con sus créditos para la investigación y el desarrollo; sin embargo, existen más lazos entre las grandes empresas alemanas, británicas o francesas y Estados Unidos que los que puedan existir con Grecia o incluso con Dinamarca. ¿Es preciso decir, por tanto, que Europa se ha convertido en una unidad económica porque la libertad de cambios ha creado poco a poco un conjunto que ha sentido la necesidad de unificarse?

En efecto, Europa prepara para 1992 y los años posteriores una unificación de los sistemas fiscales, muy diferentes hoy día, y será cada vez más y más dificil no elaborar una política financiera común, creando, por tanto, una unidad monetaria y, ¿por qué no?, un banco central. Pero ¿quién cree de veras que pueden alcanzarse estos objetivos por la mera acción de la necesidad económica? La unidad monetaria europea sólo puede ser un acto político, como ya ha indicado claramente Jacques Delors, que finalmente ha conquistado una posición similar a la de un primer ministro de la Comunidad, a pesar de la violencia de los ataques de Margaret Thatcher, que, por otra parte, está demasiado bien informada como para ignorar las ya importantes transferencias de soberanía que ha hecho cada uno de los Estados a favor de Bruselas. Por tanto, la cuestión central consiste en conocer las fuerzas que pueden fortalecer o, por el contrario, debilitar la voluntad política de construir una Europa unida.

La respuesta más frecuente es que Europa se define por una cultura, que descansa en una herencia a la vez grecorromana y cristiana, alimentada por siglos de comunicaciones entre sabios, escritores y artistas de los distintos países. Por tanto, esta afirmación es más que frágil. No existe ni ha existido jamás una cultura europea, porque este pequeño continente ha sido lo suficientemente rico y creador como para dar origen a un gran número de culturas, que han influido mutamente entre ellas, pero que no por ello deja cada una de tener una fuerte personalidad, por lo general apoyada en un idioma. ¿Deberíamos alegrarnos de asistir al nacimiento de una cultura europea, si por ello hubiese que pagar el precio de la desaparición de los patrimonios culturales nacionales, de la transformación de las lenguas europeas en un patois o en dialectos locales, y del triunfo de una lengua que sería el inglés de los burócratas, tan decepcionante para aquellos que se han formado en la cultura inglesa como para los franceses, españoles o italianos? La cultura constituye un principio de integración europea aún menos importante que la economía.

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Es necesario enfocar el tema de otra manera. Europa, a pesar de la diversidad de las economías y de las culturas nacionales y regionales, es realmente una sociedad. Lo que quiero decir con esto es que sus habitantes comparten, en su inmensa mayoría, la misma concepción de "la sociedad ideal": una economía moderna, el respeto por las libertades, un sistema de seguridad social que proteja a los enfermos, a los jubilados, a los que sufren accidentes y a las víctimas de la miseria y la desgracia. Esta imagen tan deseable de la sociedad no está enraizada en un pasado secular, sino que se apoya en unas convicciones democráticas asociadas a una concepción socialdemócrata de la justicia social. Europa existe como sociedad en la medida en que este modelo central ha extendido rápidamente su influencia en el transcurso de las últimas décadas, a expensas, por una parte, de las sociedades de clases tradicionales y, por la otra, de los regímenes totalitarios que se han enseñoreado, durante más o menos tiempo, de una buena parte de nuestros países. Europa no ha podido constituirse todavía en una voluntad política, pero ya disfruta de la voluntad de constituirse en un tipo de sociedad que opone a los países del Este su vinculación a la democracia, y a EE UU, su preocupación por la protección social de los más desfavorecidos y, por tanto, su mayor intervención pública en la vida económica y social.

Pero la voluntad política, ¿no es acaso otra cosa que la expresión de una conciencia social? Es muy posible que no, puesto que un Estado es en menor medida el representante de una sociedad que su defensor frente a otros Estados. Es aquí donde surge la debilidad de Europa, puesto que le repugna hablar de su defensa, y más todavía hacerse cargo de la misma. Por tanto, se ha transformado la situación internacional. Durante mucho tiempo, la mayor parte de los países europeos, con Alemania Occidental a la cabeza, se han guarecido tras la potencia militar, y sobre todo nuclear, de Estados Unidos. Pero hoy este liderazgo se ha visto puesto en entredicho, porque estos países, y muy especialmente la RFA, se han dado cuenta de que la política norteamericana está dando cada vez más y más prioridad a la cuestión de la propia defensa de EE UU, agravando de esta forma los riesgos de una guerra nuclear limitada a Europa. El programa conocido como Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) lo ha demostrado claramente, ya que nunca se ha planteado la cuestión de proteger a Europa occidental tras una barrera electrónica. Los norteamericanos, que han perdido una buena parte de su supremacía en el campo de la economía, querrían liberarse, al menos de manera parcial, de los compromisos sustraídos con Europa y aligerar sus cargas militares, por lo que ven muy favorablemente las negociaciones directas entabladas con Gorbachov, de las que se excluiría por completo a Europa, tal y como se la excluyó de las reuniones de Reikiavik. Una buena parte de los países de Europa se ha orientado hacia el pacifismo, a excepción de Francia y del Reino Unido, potencias nucleares de las que, por otra parte, los demás países europeos esperan que conserven sus propias fuerzas de defensa independientes, que constituyen por sí mismas una protección real. Todo este tipo de actitudes está muy lejos de conducir a una defensa europea, que de todas formas no se concibe más que asociada a las fuerzas americanas, que poseen ellas solas un arsenal nuclear comparable al de la Unión Soviética. Esta voluntad de defensa ha parecido en principio un obstáculo para el camino hacia el desarme en el que se ha embarcado la Unión Soviética, y, por tanto, no es posible dejar de observar que la perestroika, que debe ser favorecida, permite a Europa asegurar mejor su propia defensa a un nivel más accesible para ella que el anterior, mientras que, por otra parte, al acelerar el inevitable abandono americano, amenaza con dejar a Europa en una situación de extrema debilidad. Puede creerse en el abandono por parte de Gorbachov de la política expansionista de Breznev, pero sin creer que la URS S pretende renunciar a su política de superpotencia y, por tanto, a su presión militar sobre Europa, presión, por otra parte, indispensable para la Unión Soviética, debido a la tendencia natural en los países de la Europa central y oriental a derivar económica y políticamente hacia Europa occidental.

Europa no existirá si no se ve apoyada en una voluntad política, y ésta no se verá reforzada si no se dirige desde su interior hacia la construcción de cierto tipo de sociedad políticamente liberal y económicamente socialdemócrata, y enfocada en el exterior hacia una defensa autónoma, asociada a Estados Unidos y enfocada a la búsqueda de un desarme lo más completo posible, y a la reducción de las desigualdades Norte-Sur del planeta.

Si no existe esta voluntad política, Europa se verá cubierta por una cultura de masas transnacional y se incorporará a una economía dominada por las sociedades multinacionales, que no compartirán con Europa más lazos que los que comparten las grandes empresas suizas con los cantones en los que están instaladas. Deseemos que España, en primer lugar, y después Francia hagan que Europa adquiera, en este año 1989, el compromiso de su madurez política.

Traducción: Esther Ricón.

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