Los derechos del hombre
¿Van a entender al fin las naciones de Occidente que los derechos del hombre deben prevalecer sobre las soberanías nacionales, y que el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos pasa a ser una siniestra caricatura cuando se convierte en derecho de los dictadores a aplastar a los pueblos? Algunos signos concordantes permiten esperarlo. El presidente Mitterrand ve un respiro en la evolución de la URSS y de la Europa del Este. La Comunidad Europea y Estados Unidos parecen proporcionar también su buena voluntad a los progresos de la perestroika. Durante su viaje a Varsovia y a Gdarisk, la primera ministra británica ha proclamado sin ambages que una apertura del general Jaruzelski hacia Solidaridad y un diálogo con la oposición democrática condicionaría el desarrollo de la ayuda británica a Polonia. Occidente parece decidido ahora a dejar de sustentar a los refugiados en los campamentos sometidos a la tiranía de los jemeres rojos.Descansando únicamente en la voluntad de los Gobiernos que las emprenden, todas estas acciones siguen siendo puntuales y dispersas. No son nuevas, y podrían citarse bastantes ejemplos en el pasado. Pero hasta ahora siguen siendo más bien esporádicas, y apenas se osa proclamarlas públicamente, Parecen, sobre todo, muy minoritarias con respecto a las acciones contrarias, mucho más numerosas, dado que están legitimadas por el respeto del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos. Su multiplicación desde hace poco tiempo constituye un hecho nuevo. Hasta ahora excepcionales, ¿tales comportamientos van a pasar a ser normales en el sentido sociológico, es decir, van a ser claramente más generalizados que los comportamientos opuestos?
Todavía no nos encontramos en ese punto, aunque nos acerquemos a él. La evolución tropieza con un obstáculo formidable que la hipocresía lleva habitual mente a disimular.
Al ser los dictadores mucho más numerosos en el mundo que las democracias, la Asamblea General de las Naciones Unidas hará todo cuanto pueda por mantener durante el mayor tiempo posible el sacrosanto principio de las soberanías nacionales, principio que hoy constituye una de las mejores garantías para el mantenimiento de las tiranías. A pesar de todo, llegará un día en el que la no intervención en los asuntos de los Estados será considerada tan escandalosa como la no asistencia a las personas en peligro cuando permita a un Gobierno perpetuar genocidios con o el de Camboya o el que esta produciendo el hambre en Sudán. Entonces, el silencio actual de las democracias ante tales regímenes parecerá tan escandaloso como el del Vaticano ante, el holocausto nazi.
El segundo centenario de la Revolución Francesa podría contribuir a un progreso en esa dirección si la celebración de los derechos del hombre no se limitara a unas ceremonias litúrgicas. ¿Nos atreveremos a proclamar que el deber de cada ciudadano y de cada Gobierno no está limitado por las fronteras de los Estados, y que en ningún caso éstas podrían impedir la prevención y represión de los atentados contra el ser humano?
En este aspecto, una declaración de 1989 probablemente no sería respetada por la mayoría de las naciones del planeta.
Pero contribuiría a la toma de conciencia de una verdad moral aún oscura, como lo hizo la Declaración de 1789, también muy avanzada para su tiémpo. ¿Por qué no habría de intentar la Comunidad Europea acelerar así el movimiento del que aquí se analizan los pródromos?
De todos modos, las grandes democracias disponen desde ahora de medios eficaces para incatar a las dictaduras a respetar progresivamente los derechos del hombre: los correspondientes a la ayuda al Tercer Mundo y al cuarto. La mayor parte del tiempo, ese universo de la pobreza es también el de la tiranía. ¿Por qué en sus relaciones con él la Comunidad Europea y Japón no habrían de adoptar de manera clara lo que se podría denominar la doctrina Thatcher, puesto que la dama de hierro ha formulado la mejor expresión de dicha doctrina durante su viaje a Polonia en los primeros días de noviembre? A la concesión de sus propios créditos o los de los órganos financieros internacionales pueden imponerles una condición absoluta: el fin de las torturas, la puesta en libertad de los presos políticos, el respeto a las distintas oposiciones; en una palabra, la evolución hacia la libertad.
El hecho de que algunos países dominados hayan llegado a ser países independientes constituye un buen progreso de los últimos decenios. Pero en muchos casos se encuentra anulado porque los pueblos han pasado de una oposición extranjera a una opresión nacional que no es menos penosa, que incluso a veces lo es más, tengamos el valor de decirlo. A la descolonización debe sucederle ahora la destiranización. Sin duda alguna, esta última no podría llevarse a cabo sin etapas y sin demoras. Necesitará también algunos controles: pero más bien menos difíciles que los resultantes de los acuerdos soviético-estadounidenses sobre la limitación de las armas nucleares. La situación de los países a los que concierne apenas les permitiría rechazar tales condiciones políticas para la ayuda al desarrollo, más soportables en general que las condiciones económicas exigidas por el Banco Mundial. En tanto que las democracias de Occidente no defiendan así los derechos del hombre, serán tan responsables de su violación «como los dictadores locales cuyo poder sostienen con su ayuda.
Traducción: M. C. Ruiz de Elvira.
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