Una utopía concreta
Algunos escépticos, no del todo descaminados, de ambos lados del océano, consideran la unificación latinoamericana como una quimera. "Esa quimera, esa utopía", dicen no sin cierta razón que viene de la sinrazón histórica. Para estos espíritus habitados por la incertidumbre metódica, la unidad latinoamericana -que de hecho existe en potencia, pese a todos los pesares de su fragmentación y balcanización secular- vendría a resultar según la usual definición de lo quimérico, un monstruo fabuloso; en el mejor de los casos, un mito falso, una ilusión. Y en efecto, la América Latina -tal como está ahora- se asemeja bastante a una monstruosidad, no quimérica, sino real. Un mosaico de países reducidos al atraso, bajo la férula de castas opulentas y despóticas, surgidas del antiguo gamonalismo criollo; aun aquellos que presumen de haber entrado en la vía desarrollista, que no es sino la apariencia de un desarticulado y negativo crecimiento.Hay, sin embargo, más. Si la unificación latinoamericana se les aparece a estos escépticos como una concepción imaginaria, difícil si no imposible de realizar, más quimérica y utópica aún se les antoja la integración iberoamericana: la del proyecto grande que preconiza, utópica o quiméricamente también, la unificación de los países peninsulares y latinoamericanos en una comunidad orgánica de naciones. Y hay que admitir que tampoco en esto les falta algo de razón, por la fuerza misma de los hechos.
El corazón de lo real
Yo querría referirme, sin embargo, a otra suerte de quimeras. No a las que se presentan como algo fabuloso o imaginario, sino a las que existen como energía radiactiva en el corazón de lo real, en la naturaleza misma de las cosas. Estas utopías existen desde siempre en la fina trama de la historia, aunque todo parezca negarlas; traen con ellas su promesa y su realidad; generan su propio espacio de madurez y plenitud. Tales utopías son las utopías concretas que se realizan en la compleja dialéctica de la historia. A esta suerte de utopías pertenece el descubrimiento de América: un hecho sin parangón en los anales de este milenio, que vino a transformar radicalmente, a escala planetaria, la cosmovisión vigente hasta entonces y a demostrar la verdad de la concreta utopía copernicana -contemporánea del descubrimiento- echando por tierra las viejas cosmologías.
La utopía visionaria de Colón, la de descubrir un camino más corto hacia las Indias, se realizó en otra, para él inesperada, el descubrimiento azaroso del Nuevo Mundo, que ni siquiera lleva su nombre. Somos hijos de esta utopía. ¿Cómo podríamos negarla sin negarnos? Es claro que el mundo que descubrió Colón, sin saber que lo descubría, sólo era nuevo para los europeos. Allí existían ya viejas civilizaciones y culturas, algunas de las cuales habían llegado a estadios muy avanzados de desarrollo; pueblos con su identidad propia y una peculiar cosmovisión, que dejaron perplejos, en un primer momento a los propios descubridores.
En tanto seres utópicos, a medias reales, a medias concretos, estamos esperando todavía, a lo largo de cinco siglos, completar esa unificación determinada por nuestra identidad multirracial y multicultural. Ella ha generado vínculos y compromisos recíprocos sobre la línea de fuerza de un destino común. Ante él se abre un nuevo milenio en cuyo transcurso la presencia iberoamericana está llamada a desempeñar en el mundo -si esta unificación se concreta y fortalece- un rol de primera magnitud: un polo nuevo, una tercera vía hacia la paz y la fraternidad humana, por encima y más allá de los núcleos hegemónicos que constituyen la contrahumanidad; por encima y más allá de: los dogmatismos cerrados que constituyen la contrademocracia.
La incorporación de América al sistema de Occidente, la ulterior bifurcación del continente en la América anglosajona y la América ibérica católica fueron acontecimientos que imprimieron un sesgo muy particular y diferente a cada una de ellas. En lo que concierne al mundo iberoamericano no aconteció esto sin dificultades y vicisitudes enormes. Choque de civilizaciones y culturas, más que el pretendido y eufemístico encuentro de culturas o encuentro de dos mundos, fórmulas que envuelven -todo hay que decirlo- algo como un cierto pudor vergonzante de llamar las cosas por su nombre. No hubo tal idílica convivencia ni era posible que la hubiese. Lo que hubo fueron luchas terribles en las que las culturas autóctonas acabaron devastadas y sus portadores sometidos o aniquilados, como ocurre siempre en las guerras de conquista, en los largos y desordenados imperios coloniales.
Balance positivo
Como todas las grandes empresas humanas, también ésta de la conquista y la colonización está llena de sombras. Y de hecho no son el etnocidio, la esclavitud y la expoliación los que la honran Pero tampoco estas tachas -que existieron como en todos los procesos coloniales- pueden ocultar y anular el balance positivo de la historia. No debemos olvidar que la colonización española es el único caso en la historia de los imperios de Occidente que tuvo por contrapartida la insurgencia de poderosas voces condenatorias de la guerra de conquista y el surgimiento de una verdadera conciencia anticolonial que fundamentó una filosofía moral y jurídica en el pensamiento y la acción de sus hombres más eminentes y formó una arraigada tradición en la vida cultural española, entroncada con el pensamiento erasmiano. Basta con mencionar los ejemplos paradigmáticos de Bartolomé de las Casas, de Francisco de Vitoria, de Francisco Suárez, del propio Cervantes, cuya novela fundadora admite, sin duda, una lectura paródica y satírica de los nuevos caballeros andantes que andaban asolando América. Esta pasión moral convertida en conciencia crítica es la que enfrentó en un duelo dantesco el pensamiento anticolonialista hispano a la Contrarreforma y a la Inquisición en las dos líneas antagónicas de absolutismo y humanismo, que en América contendieron desde la conquista y la emancipación, y aún después.
No podemos olvidar, por otra parte, que, tras el mestizaje biológico y cultural que sucedió a la conquista, fue de entre los criollos, mancebos de la tierra y mestizos de donde iban a surgir los rebeldes y emancipadores, es cierto; pero también los más encarnizados capitanejos y tiranuelos cuya descendencia sigue padeciendo nuestra América. Con lo cual se ha consumado ese totalitarismo diacrónico del que habla Rafael Sánchez Ferlosio en su magnífica crónica o invectiva Esas Yndias equivocadas y malditas, publicada en estas mismas páginas; texto apasionado y crítico que se encuadra perfectamente en esa corriente del pensamiento anticolonial hispánico, de esa pasión moral convertida en conciencia crítica que no terne ser excesiva por llegar hasta el fondo de las cosas. La verdad nunca es excesiva; sólo lo insignificante es excesivo. Lo que vive y se desarrolla hacia el futuro de esta utopía anticolonial de los pueblos latinoamericanos, puesto que siguen sumidos material y culturalmente bajo diversas formas de colonización.
En este contexto, la conmemoración del descubrimiento no celebrará, por supuesto, la parte sacrificial de este drama. Tampoco intentará poner una máscara fastuosa sobre las atrocidades que se cometieron. Pero sin excluir ni olvidar la parte oscura e inenarrable de aquella hecatombe de los pueblos precolombinos, la destrucción de sus culturas, de sus religiones, de sus mitologías, del asiento de sus ciudades y sus riquezas, el sentido genuino de la conmemoración no puede estar sino en la proyección simbólica hacia el futuro de este acontecimiento que es patrimonio de toda la historia humana. La única manera legítima de conmemorar estos fastos es vivir la historia hacia el futuro donde convergen y se entrelazan las líneas positivas de aquellos acontecimientos memorables y memoriales que nos han dejado su permanente y dolorosa lección.
Ética del conocimiento
En esta época, en la que hemos llegado a un punto límite, el discurso histórico no puede ser, no es ya únicamente un saber. Es sobre todo una ética del conocimiento histórico. Ella exige, a su vez, un comportamiento justo y solidario a los miembros de una comunidad forjada por una historia que les es también común. Y estas comunidades deben unirse y actuar juntas en lo mejor de sus genuinas potencias o virtualidades para hacer sentir su presencia mediadora y conciliadora en un mundo al parecer condenado a la violencia, generada por el enfrentamiento de las potencias hegemónicas. La comprensión del pasado desde el presente y su proyección al futuro es así la única lectura inteligible de la historia para la construcción de un proyecto de plurales dimensiones. Esta lectura comporta una toma de conciencia crítica, no únicamente por las minorías culturales, por los Estados y los Gobiernos, sino también y sobre todo por los millones de seres humanos de todas las capas culturales y condiciones sociales de esta vasta porción de la humanidad que forma el mundo iberoamericano. Debe crearse una conciencia general de la unificación.
La conmemoración va unida así al esclarecimiento -en su doble acepción de clarificación y ennoblecimiento- de este concepto maltrecho y como trascordado de la unidad como comunidad de pueblos de un mismo origen; situación cuya penosa evidencia se manifiesta en el desconocimiento mutuo de las historias de cada parte. Pero las historias no son sólo el pasado documentalizado con mayor o menor erudición por la historiografía. Los hechos históricos no sólo se hallan registrados en los documentos ni en la veracidad de las interpretaciones tejidas en el marco de la hermenéutica. Los hechos fundacionales viven, sobre todo, en la memoria colectiva; son claves genéticas de sus identidades las que se reflejan a través de su comportamiento.
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