Altos cargos invaden los cafés nocturnos
La gente de la farándula política siempre ha tenido locales (lujosos, horteras, lujosos y horteras) para inyectarse unos cuantos cócteles de madrugada mientras diseñaba sus proyectos de sociópata. Eran locales reservados y caros, islotes de una mediocridad exhuberante en medio de la noche ruin de la ciudad. Con la misma corbata y la misma chaqueta con dos cortes que les había azotado el culo en las sesiones parlamentarias o en los cónclaves de partido, esta fauna fundaba un país o fundaba una miseria en un escenario restringido. Eso ha terminado. Ahora ha salido de la reclusión y se ha incorporado a la noche de todos. No de cualquier forma, como es natural, sino con la estrategia de una avalancha. Llegan doscientos juntos o así y se apropian de una increíble cantidad de sitio, convirtiéndose en el centro del escaparate. Durante horas exhiben su gesto embotado y sus maneras de animal. doméstico ante un público que hace lo posible por no mirarles o que les mira con la ilusión de un lacero de la perrera municipal. Se les encuentra en Chicote, pero también en el Cutre Inglés o en cualquier otra mazmorra ole la postmodernidad. Van a todas partes, llegan e invaden.Hay en esa forma de ir en manada una profunda desconfianza del mundo que les espera fuera del sillón donde refugian sus nalgas con futuro. Se nota enseguida. Entra la primera docena y se detiene unos pasos después de la puerta, a la espera de que un camarero informado les distinga y les prepare asiento para todos los que irán llegando. Cinco minuto más tarde irrumpirá el grupo donde se halla el jefe de clan que se ha demorado previsoramente en la calle para que los de la avanzadilla tengan tiempo de resolver el hospedaje. Al jefe de clan le gusta entrar y sentarse una espera prolongada, no digamos una cola, afectaría negativamente a la imagen de sí mismo (una especie de miedo histérico a que se le vea el rabo). Si los camareros actúan deprisa, entonces los de la avanzadilla sonríen mientras buscan miradas de reconocimiento entre la parroquia. Pero si se distraen, es posible detectar un temblor bajo el entallado de tergal o peor, un pánico al ridículo, a estar y no gobernar. Los de la avanzadilla, generalmente cargos menores del partido, tiesecillos de segunda fila, se cruzan en este caso miradas de inteligencia y de abandono: se ve en sus ojos el brillo de un precipicio.
Durante los primeros minutos que trascurren sentados ante la helada amenaza de la copa (no saben si beber proporciona consistencia profesional), y cuando ha concluído el primer peligro (el de no encontrar sitio), inspeccionan el lugar en busca de signos hostiles. Al cabo de un rato, descubren que nadie va a levantarse y escupir en sus vasos. Cosa curiosa: empiezan a hablar a voces (sin dejar de echar vistazos agro pecuarios a la concurrencia) y a reírse con el desenfreno de quien ha pasado por un susto de muerte. Si la gente acaba por marcharse, incapacitada para salir indemne de esta explosión de bobez, entonces, cosa curiosa también, languidecen como las rosas de un gitano. No pueden quedar se sin público, se les va la vida. Y es que viven del doble miedo de que los otros no les peguen y de que los otros no les aplaudan.
Este gusto de los cargos por la exploración de mundos ha coincidido con el éxito de los socialistas. Son ellos los que han hecho posible encontrar a un ministro sentado al fresco de Rosales o a un secretario de Estado bebiendo potingues de granadina en las coctelerías de Chamberí. Puede pensarse en un arranque de nostalgia que les devuelve a las aulas de donde salieron. Pero la nostalgia es un virus privado y ellos vuelven en rebaño y sin incógnito. Tal vez regresan (esto sería tan miserable como posible) para demostrar su triunfo entre la gente de antes y decir, como la pringosa publicidad del ordenador Phillips, que sólo algunos lo consiguen al final. O tal vez ni regresan ni se acuerdan: esto al menos se ajustaría a su programa. Simplemente están convencidos de que los políticos deben ocupar los cafés con la táctica masiva de las señoras gordas. Ocupada la cultura, la Moncloa, la calle y ante la imposibilidad de otras ocupaciones, han decidido ocupar los cafés. Ahí no piensan fallar. A ciertas horas la clientela suele estar bebida.
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