Referéndum canadiense
LAS ELECCIONES generales canadienses, ganadas contundentemente anteayer por el primer ministro conservador, Brian Mulroney, han sido más un referéndum sobre las relaciones económicas con EE UU que unos comicios sobre el futuro político del país. Hasta los últimos días de una disputadísima campaña parecía que el margen de voto sería estrecho y que el Partido Progresista Conservador tendría dificultad, no ya para mantener la mayoría arrancada a los liberales del ex primer ministro Trudeau en 1984, sino hasta para ganar a su heredero, John Turner. A la hora de la verdad, la victoria conservadora ha sido cómoda, por más que le precedieran considerables sobresaltos.Aunque la campaña se había planteado en torno a los aspectos generales de la gobernación del país, pronto se convirtió en un plebiscito sobre el acuerdo de libre comercio firmado con EE UU. El pistoletazo de salida se dio hace un mes, cuando, en un debate televisado, Turner hizo un llamamiento al patriotismo e invocó los peligros del acuerdo para la autonomía económica de Canadá. Para Mulroney, en cambio, la mejor garantía para el desarrollo del país residía en la relación privilegiada con EE UU.
Todo el debate quedaba centrado en la resolución de este problema, con exclusión de cualquier otra cuestión. Por ejemplo, un punto del programa del tercer partido en discordia, el Nuevo Partido Democrático, planteaba la posibilidad de que Canadá se retirara de la OTAN. Otro elemento importante era el compromiso conservador de embarcarse en la onerosa construcción de submarinos nucleares, a lo que los liberales preferían un programa más barato de fabricación de fragatas.
Volviendo al eje central de la campaña, la pregunta fundamental era si debía responderse afirmativamente a la construcción del mayor mercado común del mundo industrializado o, por el contrario, el libre comercio acabaría por destrozar la economía canadiense y el modo de vida del país. Los conservadores aseguraban que, frente al reto de Japón y de la Comunidad Europea, el futuro de Norteamérica no puede estar sino en la unión comercial de quienes la componen; los liberales respondían que es fácil olvidar que la CE es una economía de 12 países de fuerza dispar, mientras que la propuesta del acuerdo EE UU-Canadá consiste en unir una economía extremadamente poderosa con una uniformemente más débil.
Los canadienses han zanjado la cuestión optando por el acuerdo con EE UU. Al hacerlo, dan su conformidad a la ratificación de un tratado que establece una gigantesca economía unida, la más poderosa del mundo. Las consecuencias externas son evidentes. La interna, más obvia, es que se consolida un mapa político en el que los conservadores, junto con sus homólogos en Washington, parecen haberse sentado más firmemente en la silla por una larga temporada.
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