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Tribuna
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Estampida en la oficina pública

Viernes 11 de noviembre. 9.45 horas. Cientos de personas llenan ya a esa hora las nueve plantas del edificio de la Delegación de Hacienda de Madrid en espera de resolver sus asuntos con el fisco. Otros cientos llegan ininterrumpidamente. Las colas ante las ventanillas crecen a ojos vistas.De repente, un movimiento extraño entre los funcionarios que atienden las ventanillas, precedido de miradas cómplices y de comentarios en voz baja, alerta al público de que algo ocurre. Los funcionarios recogen los papeles, toman la chaqueta o la gabardina y abandonan con presteza su lugar de trabajo. ¿Qué ocurre?, apenas se atreven a preguntar, algunos de viva voz y la mayoría con la mirada, quienes a este lado de las ventanillas hacen cola y esperan pacientemente que les llegue el turno. Nadie responsable da una explicación, pero entre el público ya ha empezado a correr la nueva que explica la estampida funcionarial. "Es una amenaza de bomba", se transmiten unos a otros. El desconcierto es total y la riada de personas hacia las escaleras se hace cada vez más densa. "No usen los ascensores. Hay que bajar por las escaleras", aconseja alguien.Todas las plantas vomitan cientos de personas sobre las amplias escaleras del edificio, que, no obstante, se toman en un momento intransitables por la avalancha. Poco después el edificio queda vacío y la multitud se amontona como puede en la calle bajo la lluvia. Los que llegan se mezclan con los que ya están y todos esperan que algún responsable les dé una versión fiable de lo que está ocurriendo.

Rumores de amenaza

¿Pero qué es lo que ocurre exactamente? Algunas personas se deciden a preguntárselo a algunos de los guardias civiles que tienen a su cargo la seguridad y que, aparentemente tranquilos, permanecen en el hall de entrada del edificio. "Nosotros no sabemos nada", dice uno de: ellos. "Alguien ha debido correr el rumor de que existe una amenaza de bomba y eso ha sido suficiente para que los empleados se vayan". Unas empleadas que dicen trabajar en el gabinete del delegado intervienen: "A nosotras nos han dicho que el delegado no sabe nada".Cuando alguien del público se extraña de que un rumor no contrastado, del que se desconoce su procedencia y quién lo ha hecho correr, y al que los propios responsables de la seguridad no dan ninguna verosimilitud, baste para interrumpir la actividad de una oficina pública, guardias civiles y empleadas se encogen de hombros. No falta quien atribuye el hecho a cuestiones laborales y apunta malévolamente a que los empleados abarrotan en esos momentos la cafetería, importándoles un bledo la supuesta amenaza de bomba.

Mientras tanto, las personas que no paran de llegar a la delegación madrileña de Hacienda, más confiadas, y algunas otras de las que estaban allí con anterioridad, que se han cerciorado de la nula consistencia de la amenaza, comienzan de nuevo a invadir las plantas del edificio. Los pasillos se llenan poco a poco del público habitual. Algunos empleados se deciden a volver a su puesto de trabajo. Otros muchos no lo hacen hasta dos horas después. Durante ese tiempo se produce una estampa realmente singular: el público llena los pasillos mientras los mostradores y el lugar de las ventanillas están vacíos. Los expedientes y la documentación están al alcance de cualquiera.La espera se hace, sin duda, fastidiosa. Quien más, quien menos, tiene que volver a su trabajo o le esperan otras obligaciones, y ningún responsable informa si el servicio se va a reanudar o no. La gente pregunta, forma corrillos, algunos protestan. El Gobierno sale a relucir, se compara el pasado con el presente, uno dice que del pasado nada, alguno apostilla que esto no puede seguir así, otro habla de mano dura y alguien matiza que mano dura sí, pero con cuidado, no sea que paguen justos por pecadores.

Finalmente, parece que la maquinaria administrativa funciona de nuevo a tope y todo el mundo vuelve a concentrarse en el asunto que le ha llevado hasta allí.

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