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LA SUCESIÓN DE REAGAN

George Bush, la historia de un líder no probado

Francisco G. Basterra

¿Quién es realmente George Bush, el nuevo presidente electo de Estados Unidos, y en qué cree, cuál es su ideología? Esta pregunta no tiene, aunque parezca extraño, una respuesta fácil. Porque este patricio de 64 años, que parecen menos, 1,89 metros de altura, 87 kilos, perfecto estado de salud, que con su triunfo electoral acaba de poner la guinda a un impresionante currículo, no ha dejado huellas apreciables en 22 años de vida pública. ¿Será su Administración pragmática o mediocre, débil o fuerte?

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Por primera vez en su larga carrera de segundón, caracterizada por su capacidad de acomodación, su deferencia con la autoridad, sus instintos de sí, señor, Bush llega a un cargo en el que deberá ser él mismo y decidir, en solitario, cuestiones de las que pueden depender la paz o la guerra internacionales, la prosperidad o la crisis económica en más de medio mundo.¿Es un líder o, simplemente, un fiel escudero? Richard Nixon dijo de él: "George es capaz de cualquier cosa por la causa". "Su legado político", ha escrito The New York Times, "es tan efímero como sustancial su buena voluntad". Se siente cómodo dejando a otros que piensen por él, que le programen, como se ha demostrado en esta campaña. Su capacidad de juicio está insuficientemente probada, y la decisión de escoger como vicepresidente al vacío senador Dan Quayle refuerza las dudas en este sentido.

Teóricamente, Bush está muy preparado. Lo ha sido todo, incluso presidente en funciones durante seis horas, en julio de 1985, cuando Reagan estaba en el quirófano sometiéndose a una operación de cáncer de colon. Pero tampoco entonces Bush tuvo que hacer nada. Se puso a jugar al tenis y se cayó, mareándose en aquel momento histórico. Es el primer director de la CIA, la agencia del espionaje norteamericana, que llega a la presidencia.

El ganador

Se cometería un error despreciando a Bush, equivocación que ha pagado muy cara Michael Dukakis. Ronald Reagan, el hombre que realmente ha ganado esta elección, convertida en un referéndum sobre la paz, la prosperidad económica y los valores conservadores del reaganismo, era un ideólogo. George Bush no lo es. En octubre de 1987, cuando lanzó su candidatura a la presidencia (ya lo había intentado en 1980, compitiendo contra Reagan), declaró: "Soy un hombre práctico. Me gusta lo que es real, no lo abstracto. Lo que funciona. No suspiro por dirigir una cruzada".

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Meses después explicaba: "No soy lo que se considera básicamente un intelectual". Pero Bush ha tenido el instinto político e ideológico suficiente para darse cuenta de que la elección no era, como Dukakis la planteó con ceguera tecnocrática, sobre competencia, sino sobre ideas. Una vez adoptada esta decisión, Bush el pragmático enarboló los valores ultraconservadores de la ley, el orden -al igual que Nixon en 1972, para aplastar al liberal MeGovern-, y la bandera.

Este Bush, que ha dejado en el armario la noción de nobleza obliga yJair play en la que se formó, en los jardines inmaculados de las escuelas y universidades de elite de la costa Este, ha puesto así de relieve otro rasgo de su carácter político. Una sorprendente capacidad de camaleonismo que, en aras de la flexibilidad y de lo práctico.

Si "la historia es biografia", como gusta decir el presidente electo, hay que comenzar por el 12 de junio de 1924 en Milton (Massachusetts). George Herbert Walker Bush nace en el seno de una familia rica de la aristocracia estadounidense. Su padre, Prescott Bush, era un hombre de Wall Street, socio de una banca de inversiones, y más tarde, senador en Washington.

Un hombre conservador, pero no reaccionario. El pequeño George -le llamaban Poppj, pasa en seguida a vivir a una casa victoriana en Greenwich (Connecticut), suburbios de lujo de Nueva York, donde se cría en un mundo de tenis y vela en los veranos y en una escuela privada a la que era conducido en limousine por el chófer familiar.

Allí tuvo que leer Guerra y paz, que recuerda como un libro.

Recibió una educación basada en los valores de la lealtad, el espíritu de servicio al país y a las instituciones, el respeto a la autoridad y la cortesía. Y la generosidad. Cuentan que el pequeño Bush siempre estaba repartiendo lo que tenía. "Demasiada buena persona para ser presidente", ha escrito uno de sus biógrafos. Siguió los pasos lógicos de la arístocracia norteamericana de entreguerras. Un colegio privado, la academia Andover, un centro austero, como las instituciones británicas donde se educa la realeza que impresionó su mente, poco amiga de la lectura que no sea la novela de intriga, y conoció a Shakespeare, "muy denso", recuerda ahora. Ya entonces, George era un tipo popular, fácil en el trato personal. Una característica que le ha ayudado mucho en su vida política, construida sobre todo en su capacidad de relacionarse con las personas adecuadas en los momentos precisos, dejando la ideología en un segundo plano.

En Andover suspendió en Química, pero destacó en baloncesto, béisbol y fútbol. Sus compañeros le votaron el más respetado y el tercero más guapo, más popular y más atlético.

El día que cumplió 18 años, George se fue a la guerra. Se convirtió en el piloto más joven de la Marina. Voló 1.228 horas en combate, y su avión torpedero fue derribado por los japoneses sobre el Pacífico. Pero George, rescatado por un submarino norteamericano, pudo contarlo y regresó a Estados Unidos para ser condecorado como un héroe.

Esta historia de valor bélico le ha servido, hábilmente explotada a principios de la campaña, para desmontar una sensación cultivada por sus críticos de que Bush era un pelele ñoño, hijo de papá, sin personalidad alguna. Más que al valor risico, bien probado en su caso, se refería a su amorfismo ideológico, a una insulsez natural producto de una vida demasiado fácil. Lo primero que hizo al regresar fue casarse con su novia, Barbara, su primer y único amor. Una chica también de buena familia.

A Yale

Y los Bush, ya con su primer hijo -tienen cinco-, se fueron a otra cuna de los mejores y los más brillantes, la universidad de Yale, de la liga de las universidades elitistas de la hiedra. George probó ser un buen estudiante y en tres años se graduó, con matrículas, en Economía.

Quiso probarse a sí mismo, como ya lo había hecho en la guerra, y salir del cascarón de un padre que ya le había designado para seguir su camino financiero en Wall Street. George y Bárbara se subieron a un Studebaker y, como muchos miembros de su clase, se dirigieron hacia el Oeste, deteniéndose en Tejas. Bush estaba dispuesto a demostrar que era capaz de ganar dinero por sí solo. Fundó una compañía de prospección petrolífera a la que bautizó Zapata por la película Viva Zapata, de Marlon Brando. Y, en cierto modo, se hizo tejano, lo que ha explotado políticamente hasta ahora. Mantiene su domicilio legal en un hotel de Houston.

En Tejas sufrió lo que ha calificado de "golpe más devastador" de su vida. Su hija Robin murió de leucemia con tres años. Bush es un hombre que sitúa a la familia como el valor más importante de su vida. Aceptó, confiesa que sin hacerle demasiado gracia al principio, que su segundo hijo, Jeb, se casara con una mexicana. Pero ahora está orgulloso de sus nietos hispanonorteamericanos, a los que llama los morenitos.

El presidente electo tiene su refugio preferido en una amplia casa, la única que posee, asomada al mar en la costa de Maine, en Kennebunkport. Es feliz rodeado de sus hijos y de sus 10 nietos, jugando al tenis y al lanzamiento de herraduras -es un experto y se cree que reservará un lugar en los jardines de la Casa Blanca para practicar este curioso deporte- y volando bajo sobre las olas en su lancha rápida Fidelity.

Atraído por la política, vendió en 1966 su empresa petrolífera por un millón de dólares, y posteriormente, a pesar de sus amistades bien colocadas, no ha sido un águila para los negocios.

Derrotado en 1964

En 1964 intentó ser senador por Tejas, pero fue derrotado. Dos años más tarde consiguió un acta de congresista por un distrito de Houston, al que representó en Washington cuatro años. Se distinguió por su defensa de los derechos civiles de los negros.

En 1970, impulsado por Nixon, intenta de nuevo la senaduría por Tejas, pero es derrotado por el demócrata Lloyd Bentsen. Nixon, convertido en su padrino político, le nombra en 1971 delegado en las Naciones Unidas. Pasa sin pena ni gloria por Nueva York, donde defendió la política de las dos Chinas para ser puenteado por Henry Kissínger y el propio presidente, que ya preparaban la gran jugada histórica de la apertura a Pekín.

Vuelve a Washington en 1973 con la idea de recibir un alto puesto en el Departamento de Estado, pero Nixon vuelve a utilizarle y le pone al frente del Partido Republicano. Bush cumple lealmente, lo pasa mal cuando tiene que cerrar filas con el presidente durante el escándalo Watergate. Pero, finalmente, el 7 de agosto de 1974, cuando ya la presidencia Nixon ardía por los cuatro costados, el siempre leal George Bush dirige una carta al presidente en la que, en nombre del partido, le pide que abandone la Casa Blanca.

Bush cree que los servicios prestados al partido en tiempos muy difficiles le hacían acreedor a la vicepresidencia con Gerald Ford. Pero, en cambio, éste se la ofrece a Nelson Rockefeller, y George obtiene, como consolación, el puesto de representante en China, donde todavía no había embajada. En Pekín (1974-1975) cayó simpático, jugó bastante al tenis y se paseó en bicicleta con Barbara. A su regreso a Estados Unidos vuelve a.ser preterido para la candidatura vicepresídencial en las elecciones de 1976; esta vez le gana Robert Dole, y Ford le pide un último favor: restaurar la confianza y la moral hundidas de la CIA. George vuelve a decir que sí y dirige la Agencia Central de Inteligencia durante 365 días. Limpió la agencia, que recuperó credibilidad y prestigio bajo su mandato. De esa época data su fe en las operaciones encubiertas.

Tras su intento presidencial de 1980, se sube al carro de Reagan y a la vicepresidencia de Estados Unidos. No tiene personalidad propia, carece de convicciones. Además, el pasado martes jugaba en su contra el maleficio histórico de que desde Martin van Buren, en 1836, ningún vicepresidente llegaba, por elección, a la presidencia. Predicciones que han resultado erróneas.

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