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LA SUCESIÓN DE REAGAN

En la sombra

Francisco G. Basterra

A menos que Reagan escriba algún día sus memorias, nunca sabremos con certeza qué tipo de vicepresidente ha sido George Bush. Todos los jueves, durante ocho años, ha almorzado en privado en la Casa Blanca con el presidente, pero en el consejo ofrecido a Reagan, el impacto de las posiciones de George es una incógnita histórica. El vicepresidente siempre ha defendido la confidencialidad de estos encuentros, de los que sólo sabemos que tenían lugar, frecuentemente, en torno a comida tejanamexicana, la cocina preferida de Bush.La función primordial del vicepresidente, como la de todos sus antecesores en el cargo, ha sido la presidencia del Senado, resolviendo los empates con su voto, y la permanente disponibilidad como globetrotter del Estado para acudir al más remoto país de la Tierra a representar a EE UU en el funeral de su líder.

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Bush ha tenido, además, la responsabilidad de coordinar una comisión interministerial de lucha contra las drogas, un problema que ha crecido durante el reaganismo, y bajo cuya guardia se mantuvo al general Noriega, presunto narcotraficante de alto vuelo, en la nómina de la CIA. Bush ha explicado que él no tiene nada que ver con este asunto, pero fue enviado por Reagan a Panamá y se entrevistó con el general para, al parecer, pedirle que entrenara a los contras a cambio de segir haciendo la vista gorda con sus manejos en el mundo de la droga.

También Bush presidió otra comisión para coordinar la lucha contra el terrorismo. Y al mismo tiempo, la Administración de la que formaba parte vendía armas al ayatolá Jomeini, líder de una nación oficialmemte declarada 'terrorista' por el Departamento de Estado. El vicepresidente asistió a un mínimo de 30 reuniones, ya que por su cargo es miembro del Consejo de Seguridad Nacional, en las que se discutieron las políticas que llevaron al Irangate y al desvío ¡legal de fondos a la contra nicaragüense.

Pero en este tema, como en el asunto Noriega, Bush no recuerda, no sabe, no contesta. Es un caso de amnesia política que contrasta con la actitud de los secretarios de Estado o de Defensa, George Shultz y Caspar Weinberger, que se opusieron a continuar una política que condujo al mayor desastre exterior de la presidencia de Reagan. Pero Bush ha conseguido salvarse de las salpicaduras del escándalo. Cuando Oliver North y el almirante Poindexter estaban ya a los pies de los caballos, el caballeroso Bush no tuvo empacho en invitarles a la fiesta de Navidad que dio en su oficina de la Casa Blanca.

Reagan también encargó a su vicepresidente que presidiera un comité de control de crisis que ha sido bastante ineficaz. Bush, desde ese puesto, coordinó los preparativos de la invasión de la isla de Granada y desde entonces ya no ha vuelto a reunirse. En las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional (NSC) se recuerda a Bush como el convidado de piedra, igual de pasivo que el presidente. Sus biógrafos hablan de que tiene la misma falta de atención por las cuestiones complejas que Reagan.

Sin embargo, su lealtad ciega al presidente, como él mismo la ha calificado, no le ha impedido influir sobre Reagan positivamente para que éste atenuara su retórica antisoviética del imperio diabólico. Bush recibe crédito por su influencia en moderar la reacción de la Administración tras el derribo por cazas soviéticos del jumbo surcoreano.

También el vicepresidente fue eficaz para acallar la pelea Pentágono-Departamento de Estado que tenía bloqueadas las negociaciones de desarme, ante la incapacidad del presidente de zanjar la cuestión a favor de Shultz o de Weinberger.

Se le concede mérito, asimismo, en su gira europea, en 1983, para convencer a los aliados de la necesidad de desplegar los euromisiles. Y en viajes delicados, a China, a Oriente Próximo y a El Salvador. En este último país se enfrentó al mando del Ejército para exigirle el fin de los derechistas escuadrones de la muerte. Sin embargo, en uno de estos viajes, a Filipinas en 1981, brindó por el dictador Marcos, elogiando "su respeto por los principios democráticos". Reagan repite que George "ha sido parte importante de todo lo que hemos conseguido durante estos años".

George Bush no ha expuesto aún convincentemente cuál es su idea global del mundo y del papel de Estados Unidos al final del siglo XX. Al comienzo de la campaña se refirió a esta cuestión esencial como "el asunto de la visión". Finalmente ha preferido la vía fácil de la generalidad de la "diplornacia desde la posición de fuerza". Y, en el orden interno, el recurso a envolverse en la bandera nacional y la promesa de más ley y más orden, haciéndose fotograflias en cada ciudad con los sindicatos de policías.

Lo más cerca que ha llegado a definirse filosóficamente fue en su discurso de aceptación de la designación como candidato presidencial, en Nueva Orleans, cuando afirmó que "soy un hombre callado, pero escucho a la gente callada que otros no oyen. Les oigo y me emociono, y sus preocupaciones son las mías".

Este político profesional, al que sus gentes comparan con un Gary Cooper un poco torpe tiene una dislexia verbal que le enfrenta constantemente con la sintaxis-, ha recibido el premio a la constancia. A George Bush le podría pasar lo mismo que a otro hombre simple en el que nadie creía, Harry Truman, que creció en la Casa Blanca, llegando a ser un gran presidente.

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