El nuevo presidente
GEORGE BUSH ha sido elegido, con una amplísima mayoría, presidente de Estados Unidos. Dentro de dos meses tomará, de manos de Ronald Reagan, las riendas de la primera potencia mundial, en un momento en que Estados Unidos tiene que afrontar decisiones de enorme trascendencia, no sólo para su propio destino, sino para la suerte del mundo. En estas horas que siguen a la elección del nuevo presidente, una incógnita parece destinada a determinar sus primeros pasos al frente del Gobierno: ¿será el nuevo inquilino de la Casa Blanca tan gris como la campaña que le ha llevado al sillón presidencial? Hay que responder con cautela a esta pregunta. "Un candidato mediocre no tiene por qué ser un presidente mediocre", escribía recientemente uno de los semanarios más influyentes del mundo anglosajón. En la historia de Estados Unidos hay ejemplos para todos los gustos. Un candidato (Jimmy Carter) que suscitó enormes esperanzas se revelé después como uno de los peores líderes de este siglo. Y un actor con grandes lagunas culturales ha bautizado con su nombre una de las épocas más dinámicas de Estados Unidos. Por ello conviene olvidar lo que ha sido la pasada campaña -de nefasto recuerdo para todos los que la han seguido o sufrido- y expresar sin prejuicios el deseo de que George Bush sepa colocarse a la altura de lo que necesita el pueblo que le ha elegido.La razón fundamental de su victoria es indiscutiblemente la satisfacción de la gran mayoría de los electores por la obra llevada a cabo por Ronald Reagan. Bush era el candidato del continuismo. Pero ello no significa que la nueva presidencia pueda ser considerada como la prolongación del reaganismo. En realidad, con el fin del mandato de Reagan, se cierra definitivamente una página en la historia norteamericana. Cuando, en 1980, Reagan accedió a la presidencia tras las humillaciones de la era Carter, su principal mensaje era la exaltación de los valores conservadores, la adopción de posiciones de fuerza frente a los adversarios internacionales, el refuerzo del poderío bélico de su país y la reactivación de la economía merced a las fórmulas teóricas de un neoliberalismo de combate.
En 1989, George Bush tendrá que hacer frente a una realidad radicalmente distinta. Es cierto que hay prosperidad en EE UU, pero apoyada en un déficit público escalofriante que va a hipotecar el futuro de las generaciones venideras de norteamericanos. Dos posibles soluciones a este desequilibrio -una subida de impuestos, cada vez más dificil de evitar, o una drástica limitación del gasto público en el terreno de la defensa- entran en contradicción con las bases mismas del reaganismo. Por otra parte, la coyuntura internacional, con Gorbachov en Moscú, se presenta en condiciones poco parecidas a las de 1980. Los pasos dados por Reagan en la vía del desarme han creado nuevos imperativos para la política exterior de EE UU. El reto de Bush no puede ser revivir la filosofía de su predecesor. No existen condiciones objetivas para ello.
En el plano interior, la marea conservadora que ha sostenido a Reagan en el sillón presidencial corre el riesgo de dejar fuera del sistema a quienes, en la mejor tradición del liberalismo de los fundadores, defienden los valores de una sociedad más justa y las conquistas de una comunidad avanzada. Principios como la separación entre religión y Estado, el derecho al aborto, la protección de las minorías o la garantía de los servicios sociales más primarios han sido puestos en causa, mientras la fractura producida por una sociedad cada vez más bipolar amenaza, a la larga, la estabilidad del sistema. Éste será uno de los grandes retos de la nueva presidencia. En el área exterior, el equilibrio de las relaciones económicas internacionales está sustituyendo progresivamente a la paridad militar como factor de estabilidad estratégica. En este terreno, el nuevo presidente tendrá que hacer frente a la tentación de utilizar políticas nacionalistas o proteccionistas para solucionar dificultades económicas internas -reclamadas desde hace tiempo por una mayoría del Congreso-, lo que pondría en riesgo un orden comercial internacional que Estados Unidos, necesita tanto o más que cualquiera para prosperar sobre bases seguras.
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