El índice
El índice de precios al consumo (IPC) es la nueva y alta referencia moral.Gracias a él se conoce si los ciudadanos cobran más de lo que soporta el sistema general o si cobrando lo que sería admisible han abusado del consumo. El IPC sirve al Gobierno para conocer con qué y quién se la juega y disponer las medidas que la situación merece.
Cada mes, el índice de precios al consumo opera al estilo de una evaluación escolar. El Gobierno, por vía del Ministerio de Economía y Hacienda, pondera la situación de los españoles-colegiales y decide, en consecuencia, la adopción de premios y castigos. Si es bajo, el Gobierno lo celebra augurando a la población un destino de impuestos iguales o menores, bajos tipos de interés. Si es alto, se enarbola pronto el lenguaje de la austeridad, el terrible regreso a los tiempos de apretarse el cinturón y amenazas por el estilo.
Claro está que si el IPC no es bueno se pone en cuestión la competencia misma de los gobernantes, pero es lo que le correspondería a un maestro cuando la tónica de las calificaciones entre su alumnado se considera inadecuada. El IPC habla a todos. Es una auténtica conciencia suprasocial, una fuerza indiscutible que genera consecuencias inexorables. Las cosas nunca son iguales antes y después del IPC. Su pronunciamiento inaugura siempre una realidad incuestionable. La genuina realidad. Antes de aparecer el IPC caben diversas interpretaciones sobre la coyuntura; después del IPC, la situación es sólo una. Una encrucijada única y verdadera.
La idea de que el Gobierno aplicaba o no unos criterios acertados, que los sindicatos protestaban o no con razón, que las fuerzas económicas disfrutaban de verdadera salud, se juzga ahora exactamente: al margen de las doctrinas, de los intereses humanos y de toda piedad; por encima de la vacilante condición de los hombres. Desprestigiada la política, arrumbada la religión, hundidas las creencias, sólo queda un nuevo referente absoluto. El índice con el que señala Dios.
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