El despecho oval
En el primer piso del Real, sobre la entrada y salida de artistas, se había sofocado Sopeña y dejaría esa tarde de refrescarse Enrique de la Hoz, una de las dos palomas del embajador en la Villa Rúspoli. Lo ocuparía Peña; yo preferí quedarme en el ministerio, cuyos pasillos me recordaban las clínicas venéreas, que nunca he visitado. Asistieron'todos, incluido FrÚbeck de Burgos y Lolita Rodríguez de Aragón (igual de Aragón, por cierto, que la reina de los belgas). Esperaban, unidos como el bálsamo en las barbas de Aarón, que confirmase a De la Hoz, cuyo bigotito, más pretérito de lo que convenía a su protector, Robles, temblaba de emoción. Agradecí a De la Hoz los servicios prestados y cobrados y le alojé en el Consejo Superior de Música, aventino, como el de Exteriores, de final de carrera.Talmente el personaje de Galdés en Fortunata y Jacinta y el conserje del colegio mayor Cisneros, puse en práctica el lema de herméticamente abierto. Masó seguía en su casa, pero allí estaban, relucientes, León Ara y Peña. El intendente del teatro, Palacio de Azaña, de memoria puntualísima e inmarcesible, se dio a la carcajada. Denuncié la vergüenza que había perpetrado De las Heras, sastre de Calatayud, protegido por Bolarque, desde la comisaría de música en el Real, inutilizándolo para la ópera y el ballet en favor de la excluyente concertación, sinfónica, luego desconcertada, de Rafael Frabeck a todo viento, mala cuerda y orfeones donostiarras de pulmón sanísimo. ("Al soldadito del Real que no me lo toquen", siseaba Franco cada vez que alguien, por ejemplo, el Opus liberal de Florentino Pérez Embid, protestaba por aquella dictadura del pentagrama.) Desde Abc ayudó el crítico, y parte -de la condedumbre desde los abonos a los viernes del resoplido; la otra parte se refugiaba en las esquelas del citado diario. Cambio 16 prestó eco impreso a mi denuncia.
Rodríguez de Valcárcel, no el de "en memoria del generalísimo", cuando la jura del Rey ante las Cortes, sino un arquitecto muy consciente de la barbaridad que le ordenaban, me explicó, planos sobre la mesa, cómo el Real primitivo disponía de una escena más amplia que la de la Scala milanesa y la del Bolshoi moscovita, así como que la Telefónica cabía, con holgura, en sus alturas, sin el cemento con el que le habían obligado a cegar el foso. Sólo los amigos de la ópera, que había fundado y presidía la duquesa de Alba, me hicieron caso: los demás, ni pito. ¿Dónde estaba Alarcón con su Final de Norma, y la Pipaón de La de Brignas, de Galdós, y la reina regente, aguantando en su palco la intransigencia de Cánovas mientras Alfonso XII agonizaba en El Pardo? A don Francisco sólo le gustaba Marina, de Arrieta. Y los españoles, pues, al vaivén de sus oleajes de pipirigana.
Este texto forma parte del libro Memorias del cumplimiento, de Jesús Aguirre, duque de Alba, de próxima publicación en Alianza Editorial.
Babelia
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