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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El dinero del teatro

LA CIFRA de 12.000 millones de pesetas invertidas -a fondo perdido- por las instituciones en sostener el teatro es difícil de calibrar por la pérdida de referencia mental de estas magnitudes en relación con las que maneja el ciudadano. Decir que supone aproximadamente el pago íntegro de 12 millones de butacas, calculándolas a un precio medio alto, puede dar una idea más aproximada. En Madrid, ciudad privilegiada para el teatro por su población, su número de salas y sus festivales, la última asistencia contabilizada es de 2,7 millones de espectadores al año.La idea que preside este conjunto de presupuestos es la de que el teatro es un índice de la cultura de un país. Parece que la idea de elevar el índice aparente inventando un teatro de manera artificial es ilusoria. Pero hay más factores que hinchan los presupuestos. Por ejemplo, la concurrencia entre autonomías o la de cada una de éstas frente al Estado central. Parecería que la función del teatro en estas autonomías habría de ser la de resaltar sus autores, sus actores, su idioma o su tradición; en realidad, acuden al extranjero para sobredorar el teatro ofrecido al espectador, como hace Madrid. No consiguen muchos espectadores. Las cifras citadas para Madrid indican una asistencia de menos de 300 personas diarias por teatro (la inclusión de la ópera y el ballet, con sus elevados precios, falsea la realidad). La de Barcelona es bastante menor, aunque allí se ha conseguido la creación de nuevas formas teatrales, unas veces mudas (El Tricicie, La Fura dels Baus, Els Comediants) y otras con un idioma inventado para internacionalizarse (Els Joglars), es decir, para poder actuar por el resto de España y por el mundo sin ningún signo de nacionalidad.

Otra manera de apreciar esa suma de presupuestos institucionales (a los que hay que añadir el sponsoring creciente) es por sus resultados. No son buenos. La producción privada, que recibe parte de esas subvenciones, se encuentra con una concurrencia de carestía de espectáculo con respecto a los teatros institucionales y no puede resistirla fácilmente. Mientras se restauran viejos teatros con la esperanza de llevar esa cultura a poblaciones que no pueden comprarlo, otros teatros clásicos cierran o se convierten en cine. Los que dan dinero quieren que se vea en el escenario: pagan espectáculos. Puede sospecharse que tengan también interés en que el teatro que se vea, espectacular y brillante, no tenga un contenido político -crítico, social- que les sea negativo. Si los actuales gobernantes tratan de dar apariencia de imparcialidad, el mecanismo que crean puede servir para sus sucesores a manera de censura. Ya el teatro-espectáculo domina al teatro de texto y actor; el número de autores se ha reducido al mínimo y sus reflexiones sobre la contemporaneidad apenas existen. Es difícil, en esas condiciones, decir que el teatro español representa la cultura de un pueblo que no lo escribe ni va a verlo.

Sin embargo, la supresión de este presupuesto haría ya inviable todo teatro. Sucede lo mismo con el cine. Se nos ha metido en un ciclo cerrado: habrá cada vez más necesidad de inversión estatal y cada vez peores resultados artísticos y menor reflejo crítico de la realidad. Si no se da dinero, no habrá ni eso: el público no puede sostenerlo. Otra cosa sería creer que un teatro producido con espontaneidad encontraría público suficiente para mantenerlo. Puede ser utópico y, en principio, podría producir un enorme colapso en una profesión muy amplia que, de todas formas, ya se va sosteniendo por la televisión y el cine. Que también son de procedencia, reparto y selección oficial. No deja de ser curioso que un Gobierno socialista haya renunciado con tanta insistencia a socializaciones y estatalizaciones salvo cuando se trata de unos medios de cultura, información y pensamiento.

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