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El verano consumado

El verano es una estación histérica, es decir, de representación ceremonial. En el entorno de las vacaciones, el individuo actúa, o sobreactúa, como dicen en la jerga del teatro cuando el actor se pasa un grado por encima de lo que pide el papel. Y ahora que la estación ha concluido, y se relajan los cuerpos, y se acercan las borrascas del Noroeste, le queda a uno el recuerdo de lo que habrán sido los momentos más fuertes del verano de 1988. Otros veranos los marcaba una canción, Popotitos, o Un sorbito de champán. Este verano lo ha marcado Bruce Springsteen entero, pero seguro que de eso ya se ha ocupado gente competente en la página de espectáculos, y sólo puedo desear al lector happy days and loving nights, como dice el camionero, y que el otoño que empieza no se nos quede en letra muerta, como dice Millás.La fiesta del verano fue sin duda, como otras veces, la de Adnan Kashoghi, que cumplió años el mismo día en que Marbella alcanzaba una máxima en los termómetros y en la dispersión de las energías. Un novelista puede imaginar muchas cosas . Un pintor puede concebir un sofá con la forma de los labios de Mae West. Pero me pregunto si Van Gogh, desorejado, pobre y suicida, llegó alguna vez a sospechar en sus visiones alucinadas que uno de sus cuadros, Los lirios, llegaría a ser, estampado en sedas lujosísimas, el vestido que aquella noche lució Lamia Kashoghi. Lamia, según el diccionario, es el nombre que recibía una mujer fabulosa de rostro hermosísimo y cuerpo de dragón. Lamia Kashoghi es una mujer muy bella, y su cuerpo, envuelto en el cuadro más cotizado del mundo, era el símbolo del dragón de la fortuna, la pobre fortuna del triste Van Gogh, la fortuna brutal y deslumbrante de ese financiero internacional que posee el cuerpo de Lamia. La segunda mujer de la fiesta, Nabila, de ninguna manera podía ser su rival, ni siquiera su producto. Mantenía en complicado equilibrio sobre su cabeza un peinado con media docena de relojes incrustados, una originalidad desconcertante, aunque sólo fuera porque cada esfera marcaba una hora diferente, quizá para señalar que la noche y la fiesta no tuvieran reloj. Los otros 300 invitados fueron simples comparsas.

Tengo que añadir que todo esto lo he visto en La Ola, como dice una anciana entrañable que conozco, y se refiere a esa revista del corazón que a mí me sirve de periscopio. Ella no sabe leer y no la lee, pero, como yo, mira los santos.

La ficción del verano ha sido seguramente un artículo de Luis Goytisolo. Comparaba la crítica por la izquierda al Gobierno con un asalto demasiado postergado al palacio de Invierno, aunque por las vacaciones más propio hubiera sido decir al coto de Doñana; en cualquier caso, la ceremonia histérica que compensa la frustración de alguna revolución pendiente. Quizá el autor de semejante parábola proyecta lo que fueron sus propios fantasmas, que no le dejaron dormir en otras siestas. Piensa en concreto Luis Goytisolo que el caso el Nani es una maniobra dirigida contra José Barrionuevo. Yo lo veo de otro modo. En primer lugar, el caso el Nani estaba dirigido precisamente contra el Nani, que desapareció. En segundo lugar, el caso el Nani está dirigido contra sus familiares, que no le han vuelto a ver desde que ingresó en una comisaría. Y sólo como una serie de consecuencias lógicas en un Estado de derecho, y en la medida en que un ministro es responsable de lo que sucede en su departamento, o es él quien toma medidas, o el caso el Nani recae como una mal traje sobre los hombros del que fue titular de Interior. Ahora, el caso el Nani es un caso judicial, y atengámonos a ello. Personalmente, José Barrionuevo fue un ministro de Interior que me inspiraba confianza, dentro de la desconfianza que suele despertar ese cargo entre el público en general, que sabe, o intuye, lo que son razones de Estado y de Gobierno. En estas mismas páginas yo he leído severas críticas a la gestión socialista, más o menos acertadas en su planteamiento o en su intención, pero nunca había sospechado que detrás de ellas se escondía una cábala de revolucionarios nostálgicos y sesentones. Nadie, creo yo, pretende incendiar pinacotecas de retratos oficiales. Goytisolo, quitándole el orín a las palabras (el resistencialismo), es un Quijote que sobreactúa, y rompe la lanza y el vocablo contra molinos de viento que ya en su tiempo, me parece, fueron declarados monumento nacional.

Naturalmente, la catástrofe del verano no fue la batalla mal planteada de Goytisolo, sino el incendio de Lisboa, que no llegó a propagarse lo suficiente como para alcanzar dimensiones decimonónicas. En este siglo de destrucciones bélicas masivas, un incendio civil es algo insólito, de ahí el estupor que despertó en la Prensa. Una tía mía, mi tía Cheli, se aguanto el bombardeo de Guernica debajo de un puente, y me lo ha contado varias veces. A mi generación, en la adolescencia, nos han alimentado con las noticias de los bombardeos de Hanoi y el arrasamiento de Vietnam, que una canción belicista norteamericana de la época pretendía transformar en un aparcamiento. De forma que lo de Lisboa adquiere un sabor anacrónico y romántico, más cercano a los sucesos de hemeroteca que a las teorías de la guerra total.

El verano trajo otros desastres. Hubo matanzas rituales en Burundi y en la República Federal de Alemania, en Burundi por razones étnicas y en la RFA por razones de prestigio policial durante una persecución. Hubo también una hecatombe en las carreteras, automóviles particulares y autobuses cargados de viajeros lanzados a gran velocidad y en todas direcciones contra sí y contra obstáculos imprevistos. En la Nacional 234, un coche con un mozo y una nena se salió de la calzada a las tres de la madrugada, y la chica se mató. La muchacha tenía 20 años, y para ella no hubo más composición musical que el último chirrido de los frenos. Yo conocía a esa chica, porque me servía los embutidos en el supermercado. Y durante esta última semana la he vuelto a ver en el pensamiento, rubia y un poco alzada sobre mí detrás del mostrador, ofreciéndome una panoplia de chorizo y salchichón. Y frente a esa muerte absurda y esa ausencia, todavía del lado de acá del mostrador, sólo se me ocurre preguntar, como Bruce Springsteen, ¿dónde está Bobby Jean? Para ella, de verdad, el verano se ha consumado.

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