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Jardines de antaño

Uno de los pasajes más emotivos y lúcidos de la recherche proustiana es aquel en que el narrador visita los entornos geográficos de la infancia y adolescencia buscando la identidad de las sensaciones antiguas. Descubre entonces las modificaciones que la visión adulta de los mismos paisajes impone en las coordenadas del bosque, del río o de los campos de cultivo. Todo es distinto, no por obra del hombre, sino por el paso del tiempo. Las distancias larguísimas del niño transeúnte se convierten en un breve paseo. No hay antagónicas diferencias entre dos aldeas, antaño supuestamente rivales, que forman una pequeña conurbación campestre. Desde tina eminencia, dominando el tupido bosque, contempla el novelista los largos y rectilíneos cortafuegos que le estremecían, en la excursión infantil como senderos contrapuestos pero que no eran sino las avenidas que partían de un círculo central limpio de maleza. No hay tal paisaje de antaño en la observación de la realidad en la madurez vital, sino solamente los que se guardan en el riquísimo almacén oculto de la memoria existencial.Recorrí durante unas horas, en breve visita verariega, un paraje de los jardines norteños en que habían transcurrido mis primeros años. Una gran parte del entorno vegetal permanecía intacto, aunque abandonado, en crecimientos selváticos. Plátanos, álamos 3, tilos alcanzaban niveles inverosímiles, mientras a sus pies yedras y zarzamoras lo invadían todo. Los senderos se adivinaban entre las altas hierbas que el húmedo verano estimuló este año en forma exagerada. Una escalera de caracol que conducía antaño directamente a la antigua playa se halla taponada ahora con escombro y madreselva. El inmenso tráfico portuario, los docks y diques gigantescos del puerto de Bilbao han modificado radicalmente el anterior paisaje y sustituido la playa por la piscina popular.

La casa de m¡ abuelo ya no existe y de los árboles numerosos que plantó hace 100 años quedan solamente unos cuantos ejemplares desgarbados sobre el asfalto que rellena en su mayoría el viejo solar. La huerta daba peras, manzanas, ciruelas, guindas y cerezas en un recinto de árboles frutales. Las parras, a base de sulfateo, ofrecían unos escasos, racimos dulces de albillo levantino. Un molino de viento de gran alzada subía las aguas del manantial profundo al depósito, llenando el tinaco para los riegos. Pero lo divertido de los juegos infantiles era trepar por la escala de hierro a la plataforma molinera para otear desde allí el ancho horizonte de la mar cantábrica, surcado de cuando en cuando por la silueta de un barco que llegaba al puerto en lastre o salía, cargado de mineral, hacia Inglaterra.

Estos predios que rodeaban las casas de verano levantadas sobre los acantilados de la desembocadura del Nervión albergaban en su seno objetos y pertrechos de la última carlistada. Un día, al plantar un seto de rosales, mi madre encontró una bala rasa de cañón que, desenterrada, fue colocada sobre un poyo con una fecha que labré yo mismo, 1874, año del sitio de Portugalete por la facción, como entonces se llamaba a los carlistas. Mi abuelo, oficial del Ejército, tomó parte en la defensa de la plaza, que duró 24 días, hasta que faltos de recursos hubieron de rendirse a los sitiadores. Los generales Dorregaray y Andéchaga dirigían la operación del cerco desde el palacete contiguo al nuestro, del linaje de Lejarza, hoy convertido en casa de retiro espiritual de los jesuitas.

La rendición fue caballerosa y correctísima. Los vencidos salieron de las trincheras y tapias aspilleradas con sus armas y en formación, con la bandera del batallón llevada por el oficial más joven, que era mi antepasado. Este solía contar en las tertulias familiares del invierno la emoción profunda que sintió cuando muchos años después visitó Venecia y el palacio de Loredán, donde residía el ya anciano Carlos VII. El antiguo pretendiente se hallaba ausente, pero se les permitió a los visitantes españoles recorrer el museo. Allí, en el lugar preferente de los trofeos de la contienda civil, se hallaba su bandera del batallón de Segorbe, que besó con respeto. "Fue como volver a jurar la bandera", repetía.

Los jardines -como el interior de las casas- reflejan la personalidad del que los mandó plantar. Había algún vestigio visible del exotismo del fin de siglo. Quedaba una vara en pie de la paulonia gigantesca que con sus flores azules japonesas, en panoja, recibía a los que abrían la verja de entrada con su repique de campanilla. El níspero solitario me recuerda el caqui y un datilero enano evoca la frondosa pareja que escoltaba la escalinata de entrada, cuyos frutos no lograban nunca madurez en el clima cantábrico. En cambio, el invernadero desaparecido abrigaba en su caldeado recinto un género de orquídeas de raras formas y colores que asemejaban flores artificiales de terciopelo, tan en moda en el temprano novecientos parisiense.

Cada época llevaba su gusto estético a los salones y a los jardines del entorno. En una de las más bellas fincas de la Vizcaya campesina, que ostenta el nombre de Munibe, el Peñaflorida de la ilustración carlotercista y que conserva a la perfección su actual propietario, el conde de Urquijo, goza el visitante del espléndido bose "e «gante, de sus yerbas codiciadas por los criadores hípicos y las largas avenidas que con sus cadenas y baleonadas transitaron, los primeros automóvIles del comierizo de siglo. Quise ver el juego de aguas, que siempre ofrece alguna novedad cuando hay grandes desniveles y montañas frondosas al fondo. Mi sorpresa fue notable cuando descubrí un rincón escondido que reproducía literalmente el tema de una de las obras maestras del fundador de] impresionismo curopeo: Le hassin aux nimpheas. Claude Nlonet pintó por vez primera en 1899 el estanque mágico de lo que en ca.stellano llaniamos nenúfares: un lienzo inmortal en la historia de la pintura. Su autor quedó obsesionado, literalmente, por el significado profundo de aquellas aguas muertas en las que flotaban las anchas hoías y las flores blancas y rosadas bajo un puente rústico y el satice otoñal, encubridor, llenando de reflejos amarillos el color verdinegro de la balsa. Repitió el artista una y otra vez el mismo cuadro, como puede contemplarse en la rotonda del Museo de París. Ocurrió algo parecido a Cézarme con la reiterativa versión de La montaña Santa Victoria, paisaje de su amada Provenza en los que buscaba sin cesar "la verdad oculta" que recogía su vista averiada. Monet declaraba, en cambio, que su propósito era "inmortalizar lo efirriero" a través del arte. Perpetuar el instante. Sujetar el fluido del tiempo.

Los jardines de antaño son un reflejo tenue y nostálgico de nuestra memoria. Contemplándolos, pensamos que el mundo vegetal perdura por encima y al margen de nuestra breve existencia.

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